SE HAGA REELEGIR O NO, A PARTIR del 20 de enero el Gobierno colombiano comenzará a caminar con el sol a la espalda.
A los consejeros del Presidente les gusta decir que ellos no tienen preferencias, y que trabajan igual con los republicanos y con los demócratas en la Casa Blanca, pero el problema es que los Estados Unidos no parecen profesar la misma indiferencia.
Ni siquiera cuando los republicanos eran mayoría en el Congreso fue posible que le aprobaran a nuestro Gobierno el Tratado de Libre Comercio del que depende el respaldo del empresariado colombiano. Ya Al Gore le hizo al Presidente el desaire de no sentarse a su lado en un acto público, distintos sectores del Congreso demócrata se han negado a apoyarlo, y Bush no le hace ningún favor recomendándolo, porque una recomendación de George Bush, una aparición de George Bush, una mención de George Bush, sólo producen malestar y pesadumbre en este interminable y kafkiano período de transición.
No sé si todavía exista la vieja dirigencia colombiana, pero si algo queda de ella, debería haberse dado cuenta ya, después de casi dos gobiernos de Uribe, que ninguno de los problemas estructurales del país se ha resuelto. La sensación de seguridad que reconfortó a las clases medias durante su primer gobierno ha dado paso a una creciente desazón, a una suerte de angustia contenida, como si toda la gente que puso en Uribe sus esperanzas empezara a comprender que los monstruos no han desaparecido sino que están sedados en una jaula sin seguro.
Todavía las mayorías nacionales están con Uribe, y es razonable que así sea porque lo último que la gente pierde es la esperanza, y no hay al frente ninguna alternativa política que funcione como una opción razonable. La oposición se ha dedicado a bailar al son que le toca el Gobierno, y en tiempos en que debería erigirse como una opción de cambio, proponer un proyecto de país distinto y unir a la sociedad alrededor de una alternativa verdaderamente democrática, generosa, incluyente y moderna, contra esta repulsiva tradición de guerras medievales, prefiere desgastarse en hacer antiuribismo, con un Gobierno que vive de pequeños escándalos, de alarmar a la opinión pública y de lucirse a la luz de las bengalas. Todas las luces de la oposición serán fuegos fatuos mientras no se consolide una gran alianza democrática que nos prometa corregir no los síntomas sino los males verdaderos del país.
Es evidente que esa solución no depende exclusivamente ni de la derrota militar de la guerrilla, cada vez más dudosa, ni de la negociación política del conflicto, cada vez más refundida, sino de afrontar con seriedad los problemas hondos de la convivencia. Un gobierno que piense de veras en el empleo, en la salud, en la educación, en la inclusión de las mayorías abandonadas a su suerte, y crea en la necesidad de un gran proyecto cultural que nos enseñe a vivir juntos y aclimate la convivencia. ¿Quién ignora que en Colombia un joven de las inmensas mayorías pobres que quiera estudiar cine, o ser científico o astronauta, no encontrará nunca el camino para serlo, pero siempre encontrará quién le pague por portar un arma?
La vieja dirigencia siempre quiso una solución barata para la crisis que ha generado con su irresponsabilidad y con su indolencia, y al parecer vio en la prédica de guerra total del gobierno de Uribe el gran remedio a sus problemas. Pero la guerra no es la lámpara de Aladino: Colombia necesita democracia, generosidad, justicia, un verdadero sistema de oportunidades, un proyecto que elimine no sólo las violencias sino la causa de las violencias, el manantial atroz de las guerras, y no será este proyecto exclusivamente guerrerista el que resuelva sus problemas más antiguos y más dolorosos.
Y si seis años de desalentadora pérdida de valores, si seis años de un gobierno que parece querer bajar a las calles a darse puñetazos con todo el que reclame, no nos parecen suficientes, quizá necesitemos cuatro años más de desesperanza, en un país cuyo sistema educativo puede medirse por el nivel de los comentarios que hacen los lectores de los periódicos, cuyo desarrollo vial puede medirse por los trancones descomunales y eternos en los altos pasos de la cordillera, peores que hace cincuenta años, porque entonces eran las mismas carreteras pero había cien veces menos carros, cuyo sistema de salud puede medirse por la alarmante falta de agua potable en todo el territorio, en la región más rica en agua del mundo.
Colombia sigue siendo una catástrofe desalentadora, pero no quiero negar que un sector muy amplio de la población ha creído con sinceridad en el Gobierno porque le dio con eficacia una sensación de seguridad. Lástima grande que él mismo haya creído que bastaba con la sensación, que no era necesario trabajar por la economía de la gente, por su educación, por su salud. Que haya creído que el orgullo de un país se construye con costosas campañas publicitarias y no con dignidad verdadera. Lástima grande que, con una sola excepción que yo conozca, se haya procurado brindar asistencia a la gente que padece las mil plagas de la guerra, del desplazamiento, de la indigencia, de la insalubridad, de las catástrofes naturales, sin obrar transformaciones profundas en su modo de vivir. Uribe habrá desperdiciado una oportunidad histórica de ser el gran transformador de Colombia, por persistir en la búsqueda del título de pacificador, en un país donde abundaron, desde los tiempos de Morillo, los pacificadores que sólo creían en la paz de las armas.