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Tenían razón los sabios de nuestra Expedición Botánica: aquí a nada había que prestarle tanta atención como a las plantas, porque ellas podían ser nuestra salvación o nuestra perdición.
A lo largo de los siglos han sido lo uno y lo otro: hemos vivido de la quina, del tabaco, de plantas adaptadas a nuestro suelo de cenizas como el café, y ahora vivimos trágicamente de la coca. Pero la diversidad vegetal de esta tierra, su profusión de formas y propiedades, ofrece una posibilidad de usos medicinales e industriales incalculable.
Las láminas de la Expedición Botánica, que los duros soldados de la Reconquista embalaron y enviaron a España antes de fusilar a sus autores, son el testimonio perdurable de nuestra primera gran aventura a la vez científica y artística, y marcaron temprano la vocación del territorio.
Hay quien dice que esta región del mundo ha sido castigada con la maldición de la riqueza. A veces no tener nada, o tener poco, mueve a los países a esforzarse y crear; tener mucho suele mover más bien a la rapacidad y a la discordia. Porque no bastan las riquezas: es necesario un sentido de comunidad que les enseñe a las naciones el arte generoso de conocer y compartir.
Israel tiene 23.000 km², nueve millones de habitantes y es un desierto: son tierras en las que hay que luchar por todo, por el agua, por la vegetación, por la vida. Qué sorprendente es pensar que una fracción de Colombia, el Tolima, por ejemplo, tiene también 23.000 km2, pero de llanuras fértiles a lo largo de un río milagroso, tierras medias de climas benévolos y más arriba glaciares, páramos, fuentes de agua. A pesar de eso, con solo un millón y medio de habitantes, el Tolima no es precisamente una potencia mundial. Al otro lado de la cordillera central, el Valle del Cauca, también con 23.000 km2, es una región semejante de tierras fertilísimas en la llanura, de tierras medias pródigas en alimentos, bosques sobre los farallones y más allá tiene esa despensa de biodiversidad que son las selvas litorales de Buenaventura, la riqueza del Pacífico.
Si añadimos el Chocó, ya tendríamos en solo una décima parte del territorio de Colombia una profusión de aguas, una comarca extraordinaria de riqueza y de vida. Y ni hablar del resto del país. ¿Qué es lo que hace que no logremos convertir todo ese tesoro en paz y en bienestar para la población? ¿Por qué alimenta más eficientemente la China a 1.500 millones de habitantes, que Colombia a 50 millones?
Con riquezas salidas de estas tierras se emprendió la modernidad europea. ¿Alguien creerá que aquí casi ni siquiera tenemos carreteras? ¿Que en 2021 no hay una vía completa de doble calzada entre las dos principales ciudades del país? ¿Que Tumaco, Buenaventura y Bahía Solano están llenas de villas miseria y de violencia, porque al parecer solo las mafias han descubierto que esas son las puertas al Pacífico?
¿Alguien creerá que esos dos territorios contiguos, el Tolima y el Valle, dos vertientes de una misma cordillera, no están comunicados? ¿Que prácticamente no se puede pasar de Tuluá a Roncesvalles, de Buga a Chaparral, de Palmira a Ataco, de Florida a Planadas? ¿Que para comunicar al Tolima y al Valle hay que cruzar el paso de La Línea, y eso porque es la ruta abierta para ir a Bogotá? ¿Cómo podemos amarnos si no nos conocemos, si estamos en el reino kafkiano de lo inaccesible? La bota caucana está sellada. Medio país es la dimensión desconocida.
Ahora, cuando recomienza la eterna ilusión electoral, esa primavera de la esperanza que un año después se convierte en el invierno de la desesperación, en vez de hablar tanto de nombres, de salvadores y de superhéroes, debería hablarse más de la integración del país, de la iniciativa de sus gentes, de ese horizonte de oportunidades que se sigue esperando desde los tiempos de Gaitán. Pero ya esas cosas no parecen importarle a nadie, ni siquiera como señuelo electoral.
Hay en esta región equinoccial una planta de uso antiquísimo que tiene todas las propiedades alimenticias y medicinales: la hoja de coca. En ella se han concentrado de un modo asombroso los elementos y las virtudes de la naturaleza. En esa planta asombrosa se han basado la más famosa industria legal y la mayor industria ilegal de nuestra época, la Coca-Cola y la Cocaína.
Hierro, calcio, fósforo, magnesio, sodio; las vitaminas, los carbohidratos y las proteínas: al parecer todo lo puso la naturaleza en esta planta. Tiene grandes virtudes digestivas, paliativas y antiinflamatorias, y sería el principio de poderosos analgésicos, anestésicos y complementos vitamínicos. Unida a los saberes ancestrales, la ciencia podría diseñar miles de usos que la convirtieran de otro modo en uno de los fundamentos de nuestra economía. En cambio hemos permitido que esa riqueza natural se convierta en un factor de rapacidad y de locura, en un negocio que sacrifica sin cesar vidas humanas, víctimas de una guerra que no existiría si supiéramos agradecer los dones de la tierra y aprovecharlos con sabiduría y con prudencia.
“Podemos imaginar otros futuros gracias a la planta que tanto hemos demonizado. ¿No sería una hermosa alegoría que fuese justamente la coca la que le diera un giro a nuestra trágica historia?”, escribe Melba Escobar en su comentario al libro de Wade Davis sobre el río Magdalena. Y añade: “Qué ironía. Pensar que la salvación para nuestro ecosistema, nuestra economía y nuestro conflicto puede estar en las mismas plantas que desde afuera, y por intereses ajenos a los propios, tanto nos hemos empeñado en satanizar y erradicar”.
Tiene razón. El destino ha puesto en nuestra tierra una riqueza asombrosa. Y a nuestros gobiernos, tan sumisos ante el mismo imperio que fue el primero en sacarle beneficios legales a esa planta, en vez de echar a andar miles de proyectos de investigación, centenares de industrias benéficas, lo único que se les ocurre es hacer llover veneno sobre ella.
