(A propósito de un libro de Miguel Rocha Vivas) Por debajo de nuestra literatura fluye el río secreto de las lenguas silenciadas y de las palabras proscritas.
A veces emergen de la corriente peces desconocidos, a veces vuelan sonoridades olvidadas. Pero en el fluir de nuestra lengua diaria no tenemos conciencia del vasto continente sumergido. Hay una cara de la Luna siempre escondida, hay un planeta oculto en el planeta.
Esta lengua que hablamos, recién llegada, sólo lleva cinco siglos intentando nombrar nuestro mundo, pero es evidente que sólo a medias lo ha logrado. Sigue presa de sus nostalgias europeas e incluso de nostalgias muy anteriores, y eso es también una riqueza. Aquí todos entonamos el Canto del extranjero.
Pero a veces irrumpe en su sonoridad y en su ritmo un agua distinta, un salto inesperado. Y así como un día en el agua castellana, en el agua latina, entró el azul del árabe, así entraron en ella un día las canoas del Caribe, y hubo jaguares en sus árboles, dantas en sus selvas, manatíes en sus ríos, poporos en unas manos oscuras y mambe en ellos.
Un mundo permanece indescifrado. La lengua que empezó avasallando apenas está aprendiendo a dialogar, y este libro de Miguel Rocha Vivas, Palabras mayores, palabras vivas, que ahora publica Alfaguara, es uno de los mejores ejercicios de ese diálogo. Aunque sus ensayos están forzados a moverse en un mundo de conceptos que tienden puentes y abren perspectivas, ya en la tensión de sus palabras, en la lucidez de su construcción, en la abundancia de sus ideas, se siente el anuncio de otras músicas.
Detrás del ejercicio reflexivo y documental de Miguel Rocha Vivas se gesta una gran rebelión. Una insurrección contra la dictadura de la letra imperativa, de la escritura como instrumento del despojo, de la alfabetización como tácita descalificación de una cultura donde la palabra todavía canta y ata, donde el soporte del libro no es la pantalla ni el papel ni el papiro ni la tabla de arcilla ni la piedra sino la red fosforescente (como quería Novalis) de las neuronas llenas de memoria.
“Conviértete tú en el libro”, decía Angelus Silesius. Y algo en la vasta derrota moral, en la inmensa debacle de convivencia, en el creciente naufragio del mundo natural en manos de la civilización electrónica, algo en su desmemoria clamorosa, parece reclamar el retorno de la palabra viviente, como sólo la conocen hoy las culturas sembradas en la tierra.
Todos estamos de cara al pasado, de espaldas al futuro. Lo que tenemos a la vista es lo que ha ocurrido, no lo que ocurrirá. El lenguaje es el conjunto de cuanto hemos obtenido y acumulado. Pero lo verdaderamente poderoso y significativo no está en la palabra formal, reglamentada y organizada, sino en la palabra viviente, en su capacidad de revelar y de conmover.
¿Qué nos queda del poder incantatorio de las palabras? ¿Dónde está su magia antigua, como memoria y orientación, su habilidad para enseñarnos a morar en el mundo? Cada vez más el lenguaje, instrumentalizado por la época, se convierte en un mecanismo de manipulación. Nos enseñan a leer instrucciones de uso, pero no a habitar en la Tierra. La educación convertida en negocio corre el riesgo de cegar el manantial de las palabras creadoras. La publicidad convierte sin cesar el lenguaje en mercancía.
Y la palabra como vínculo, como enlace tibio de seres vivos, como nicho de memorias compartidas, como espacio de la complejidad, de la calidez del afecto, como interrogación al misterio, se ve cada vez más socavada en las sociedades sometidas a la industria, a la parcelación y al consumo.
En el seno de las culturas hegemónicas vivimos también la creciente privatización del lenguaje. Pero el lenguaje, creación colectiva, participa de las propiedades de lo divino, de lo que es común, inmediato, simple, poderoso e irreductiblemente secreto. Lo que enlaza y descifra, lo que revela y fecunda, lo que libera y alivia.
El gran viento desertizador del planeta no puede dejar de encontrar a su paso la lucha del árbol por sobrevivir arraigado en su savia secreta; la lucha del pájaro por persistir en su misterio migratorio, en su cada vez más contrariada libertad, y la lucha de las culturas arraigadas por defender las verdades del lugar y el contacto, la pureza de los manantiales.
De un modo creciente, sólo habrá verdad en la poesía, en la gratuidad, en la memoria local, en el diálogo alrededor del fuego, en el canto que agradece y celebra.
Este libro de Miguel Rocha tiene algo de lluvia vivificante. Hace tiempo no encontraba un texto que cumpliera de un modo tan misterioso y valiente con la tarea de iluminar caminos desconocidos, de alentar aventuras originales y de animar disidencias audaces, ante el viento deslumbrante y desintegrador de la época.
Después de leerlo nos es más fácil descubrir dónde hay palabras vivas y dónde van quedando sólo estructuras fósiles y esquemas. Cómo se libra hoy la lucha por la vida del mundo en el corazón de cada palabra.