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Nuestros ojos no gastan la Pietá de Miguel Ángel, nuestros oídos no gastan las sonatas de Beethoven, nuestra lengua no gasta las palabras de Borges o de Shakespeare, nuestro deleite no gasta el encanto de las paradojas de Chesterton, la elegancia de los epigramas de Oscar Wilde. Hay algo que tiene el arte y que sólo tienen los dones de la naturaleza, el cristal de la Luna, el volver de las olas, las danzas del fuego, la virtud de que no nos fatigan, porque siempre ocurren por primera vez.
Tienden a parecerse a los arquetipos platónicos, sobreviven a millares de manifestaciones y de apariciones, y son a la vez inmutables e irrepetibles. ¿Cuándo aprenderá la industria a hacer como el arte cosas que no se convierten jamás en basura, como esos seres de mármol que siguen estando vivos aunque pierdan su cabeza, sus brazos, su cuerpo?
Hay en un museo de Grecia una gacela en cuyo flanco persisten unas garras leoninas de piedra. Hace tiempo que el tiempo se llevó a las leonas que habían caído sobre ella, pero las garras hacen sentir su ferocidad y su hambre con la misma o tal vez mayor fuerza, porque a veces en el arte lo insinuado es más poderoso que lo evidente.
¿Cuándo aprenderá la industria el secreto de hacer como el arte cosas que se consumen sin gastarse, como las telas de Van Gogh, como las obras de Homero, como los corolarios de Spinoza, como las palabras del Padre Nuestro? En otra época la industria al menos sabía hacer cosas que duraban, que unas generaciones les legaban a otras, muebles tratados como joyas, formas tan gratas de frecuentar como músicas, instrumentos que el tiempo en vez de depreciar hacía más valiosos, libros leídos en la juventud que todavía en la memoria de los ancianos abrían de pronto sus revelaciones.
Hoy crece una curiosa impaciencia con las cosas; cuanto más saber hay en ellas, cuanta más información las configura, más rápido envejecen y más pronto sus dueños quieren deshacerse de ellas para adquirir otras a las que un mejor diseño no hará sin embargo más queridas. Nos roe, como dice Borges, una oscura desesperación.
Queremos que la novedad se gaste pronto para que novedades más dóciles, más veloces, más ingeniosas la sustituyan sin fin. Huimos hacia el futuro sin nostalgia de lo que dejamos, pero sobre todo sin gratitud. ¿Por qué mostrar gratitud por las cosas si al fin y al cabo ya hemos pagado su precio? Nos parece que haber abonado su precio nos autoriza a despreciarlas, y los basureros inmensos y apocalípticos de las ciudades modernas son la evidencia de nuestra ingratitud.
Qué extraño que sólo en los países más pobres la necesidad y la gratitud hacen que algunas cosas duren y ganen una extraña belleza. Emily Dickinson dijo misteriosamente: “Las mayores ganancias / deben pasar la prueba de la pérdida / para hacerse ganancias”. Tal vez necesitaremos que todo este esplendor, que todo este derroche de saber y destreza, todo este espíritu del saber científico y técnico objetivado, como decía Hegel, en cosas admirables, en objetos sorprendentes y sofisticados, nos haga naufragar en su propia obsolescencia, para que aprendamos a respetarlo, a agradecerlo.
Nunca hubo basura antes de la Revolución industrial, porque en rigor no podemos llamar basura a lo que vuelve al ciclo de la naturaleza, a los desechos orgánicos que vuelven a hacer brotar nabos y rosas, a las maderas, los metales, los cristales, los tejidos que cumplen con los deberes naturales del eterno retorno. Es basura aquello que permanece como escombro, no con la dignidad de las ruinas, que cantan ebrias de sentido, sino con la nocividad de lo que estorba y degrada y exuda su poder corrosivo. Los cementerios industriales, los residuos radiactivos, los desechos nucleares, el mercurio que corre por los ríos, los metales pesados que herrumbran los estanques, los combustibles fósiles que envenenan los manantiales, el rocío venenoso que parece proteger las cosechas exterminando a los saltamontes y a las abejas, la temperatura que blanquea los corales, el carbono que vuelve a la atmósfera.
La tierra hizo del hombre su castigo, dice Neruda, pero igual pudo haber dicho, como Hölderlin, “allí donde crece el peligro / crece también lo que nos salva”. La naturaleza, que es otro de los nombres de Dios; que hizo, como decía con asombro William Blake, al cordero y al tigre, no sólo inventó la sed sino el agua, no sólo la herida sino la cicatriz, no sólo el veneno sino el antídoto. A veces no llega el agua, a veces la herida no cicatriza, a veces llega tarde el antídoto, pero el poder sanador existe y nuestro deber es procurar que sea oportuno, que el remedio llegue a tiempo.
Hölderlin decía que los dones son frágiles, que todo nos fue dado para que lo perdiéramos. Que la infancia y sus dones: la ingenuidad, el espíritu de juego, la curiosidad, la evidencia de lo divino, el asombro de los descubrimientos, era un don que fatalmente debíamos perder. Que la humanidad estaba condenada a perder su infancia y sus dioses; pero añadió que no perdimos todo aquello para perecer en la sordidez de un mundo ya sin perplejidad y sin magia, sino para que pudiéramos experimentar la orfandad de su ausencia. Porque sólo de esa orfandad, de ese vacío de sentido, de ese nihilismo moderno, de esa nada, podía crecer la valoración real de esos dones, la deploración de su pérdida y la avidez de recuperarlos.
Todo nos fue dado gratuitamente como un don, incluso el saber delicado de las cosmogonías y de las mitologías. Pero una vez perdido ya no lo podemos recuperar como un don, ya a la infancia perdida sólo podemos volver por nuestros méritos. Esos dioses que nos fueron dados y arrebatados ahora sólo pueden brotar de nosotros, de nuestra limitación y de nuestro vértigo ante un universo sin sentido. Tienen que ser el fruto de nuestro esfuerzo y ya no de nuestra ingenuidad, el conjuro de una vasta amenaza.
El remedio que tenemos que encontrar a tiempo, como en los cuentos antiguos, hecho, a la manera de la cierva blanca, de un poco de memoria y de un poco de olvido. Sólo así recuperaremos la infancia que nos recomendaban (qué raro es citarlos juntos) Nietzsche y Jesucristo. Y sólo así ya no podremos perderla.
