LA VIOLENCIA DE LAS MAFIAS ENsangrentó a Colombia por décadas, pero ahora no podemos decir que las cárceles y las extradiciones la hayan derrotado. La respuesta estatal les enseñó a esas mafias a actuar más sigilosamente, a corromper más eficientemente, a matar más silenciosamente.
A medida que vemos cómo México entra en una espiral de violencia y de crímenes, solemos oír que este país está pasando por lo que Colombia vivió en otro tiempo, esa tragedia que nosotros superamos. Pero ¿está Colombia en verdad a salvo del poder de las mafias? Es posible que, como nunca antes, esté en poder de ellas; porque una política contra las drogas como la que impera en el mundo hace inevitable su poder y su ascenso. A las mafias no se las destruye encarcelándolas, ni librando una guerra, ni extraditándolas a los Estados Unidos para que allí negocien delaciones con los funcionarios a cambio de nuevas identidades o de particulares privilegios: a las mafias solo puede derrotárselas haciendo desaparecer el negocio del que derivan su riqueza y su poder criminal.
Ese negocio no se llama droga sino prohibición. Al margen de la prohibición el problema de la droga es apenas un problema de salud pública. A partir del momento en que los Estados asumen la producción y el control de la droga se elimina la principal fuente de enriquecimiento de las mafias y se pueden destinar los recursos a la prevención del consumo y a la educación de la comunidad.
Forma parte de los derechos de los adultos el escoger lo que consumen. Y si esos bienes son peligrosos, es deber del Estado garantizar que en la satisfacción de ese consumo no se generen males más graves. La prohibición empeora hasta lo indecible un problema de salud pública, no elimina el acceso a la droga sino que lo convierte en una práctica clandestina y cotidiana, y le agrega una avalancha de criminalidad incontrolable.
Alguien me preguntó en la Feria del Libro de Guadalajara si estoy de acuerdo con la propuesta de revivir la pena de muerte que estudian los legisladores mexicanos para enfrentar estas oleadas de crímenes. Le dije lo que siempre he pensado: que la pena de muerte y la prisión perpetua son falsas soluciones desesperadas, ejemplos de justicia que castiga, cuando yo solo creo en la justicia que previene. La venganza no resuelve los problemas, sólo añade a los crímenes de los individuos frías crueldades cometidas en nombre de la comunidad, que ni enseñan, ni aleccionan, ni mejoran a los seres humanos.
Las cárceles y las ejecuciones suelen ser más bien confesión del fracaso de una sociedad. No niego que en ciertos momentos la privación de la libertad de alguien puede ser la respuesta momentánea a un peligro urgente, pero nadie ha salido mejorado de una cárcel. Convertir el encierro masivo, o la muerte misma, en la solución de nuestros males es la manera que tienen muchos poderes de alzarse de hombros frente a las consecuencias del orden social que han construido.
Esta semana, viendo un video triste sobre el hacinamiento de los reclusos en las cárceles filipinas, diseñadas para 700 personas y donde se amontonan mas de 2.500 en condiciones degradantes de insalubridad física y mental, imágenes que se repiten en Río y en Bogotá, en México y en Estambul, me he preguntado hasta qué límite el delito es manifestación de la desadaptación de los individuos, y a partir de cuándo se vuelve evidencia de que las leyes no están resolviendo los problemas. ¿Cuántos presos son prueba de que la justicia es eficiente y a partir de qué cifra son señal de que un modelo social es una fábrica de inadaptados y de resentidos?
En toda sociedad un margen de ciudadanos viola la ley por razones psicológicas, comete crímenes pasionales, o atenta contra los demás por pobreza, ignorancia o resentimiento. ¿Cuál es el límite a partir del cual ya no se puede hablar de ilegalidad sino de un indicio de males mayores, del despeñarse de una sociedad en el desorden y en la pérdida del sentido de convivencia?
La criminalidad de las mafias no sólo está ensangrentando a México; empieza a sentirse al otro lado, en los estados fronterizos de la Federación americana. ¿Cuánto tiempo falta para que un negocio en el que participan miles de personas en los propios Estados Unidos, y que acumula allá como en ninguna otra parte fortunas desmesuradas, empiece a ser sentido como un problema incontrolable por el Estado norteamericano? Quizás sólo en ese momento, cuando la violencia del narcotráfico le muestre a los Estados Unidos su rostro brutal, el Estado volverá a descubrir la verdad que descubrió Roosevelt hace setenta y cinco años: que el mayor peligro del alcohol eran las mafias que engendraba su prohibición, que la humanidad no puede convertir una licencia personal en un infierno social, que el Estado no es una escuela de moral sino un mecanismo para garantizar la vida en común.
¿Habrá aprendido algo la humanidad de su experiencia? ¿Sabrá ya estas cosas, como algunos lo afirman, Barack Obama? Será para tomar decisiones trascendentales que está construyendo ese extraño gabinete de personalidades reconocidas por su experiencia y criterio, sin atender a prevenciones partidistas? En estos tiempos tan extraños ya nada parece imposible.