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La tierra que más se parece a la Tierra

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William Ospina
11 de julio de 2010 - 04:00 a. m.
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CUANDO CRISTO LLEGÓ A EGIPTO con sus padres, huyendo de la furia de Herodes, África tenía apenas unos treinta millones de habitantes.

De la mayor parte de sus reinos Europa no tenía noticia, aunque el Imperio Romano había invadido el norte, y dos grandes civilizaciones africanas rivalizaban con él: Cartago y el reino de columnas de los faraones del Nilo.

A diferencia de América, esa recién llegada al festín de la historia, África no sólo fue parte activa de la memoria de la humanidad desde el comienzo, sino que ya seis siglos antes de nuestra era había sido circunnavegada por los fenicios.

Hace sesenta años, cuando el colombiano Héctor Acebes recorrió la parte central del continente tomando sus magníficas fotografías, la población era apenas de unos doscientos millones. Hoy África está compuesta por cincuenta y tres países y tiene más de mil millones de habitantes.

A pesar de sus lenguas innumerables, dicen que el nombre le fue dado por los romanos, que consideraron siempre a ese continente “la tierra del sol”, ya que en latín África significa “carente de frío”. Pero la afinidad de ese nombre con el de la diosa Afrodita sugiere más bien que podría proceder de los griegos, y que significa “la tierra del amor”.

El desierto, la selva y la sabana. Por la sequedad del desierto nororiental fluye ese anciano venerable, el Nilo, el río más largo del mundo, que no sólo es un milagro por su longitud sino por su vieja costumbre de fertilizar al desbordarse una ancha franja de tierra. Yo tuve alguna vez el privilegio de ver desde el aire al desierto contrariado por una larga cinta verde de tierras fértiles, un casi interminable país de palmeras y trigales y algodonales que baja desde los lagos y desde los pies de los gigantes de piedra hasta las cornisas de Alejandría.

Dicen que en África nació la humanidad, dicen que allí nacieron las primeras lenguas humanas, dicen que allí nacieron el relato y la poesía, y dice Freud que de allí vino Dios; que fue en esos desiertos donde los hombres descubrieron la omnipotencia, la omnipresencia y la omnisciencia, la contradictoria idea de una divinidad absoluta encarnada en un solo ser. Yo sólo sé que algunas de sus razas, algunas de sus religiones, algunas de sus lenguas, han llegado a formar parte de nuestra nación, que actúan casi en secreto sobre nosotros y que sin duda trabajan en nuestros sueños.

Sierra Leona, Costa de Marfil, Madagascar, Somalia, Mauritania, Egipto, Senegal, Mozambique, Marruecos, Libia, Kenia, Togo, Túnez, Sudán, Tanzania, Benín, Congo, Etiopía, las músicas de todos esos nombres despiertan la imaginación y la memoria. Hacen pensar en vigorosos pueblos que danzan, en aldeas que no pretenden ser distintas de la piedra y del barro, en la diversidad y la profusión de los diseños de la naturaleza, en el signo de lo humano que se alza del suelo y explora con su ritmo el espacio.

Yo sé que África está hoy llena de ciudades abigarradas, que Lagos tiene casi diez millones de habitantes, que El Cairo, “la fuerte, la victoriosa”, tiene veinticinco millones, y en sus callejones tortuosos toda la memoria de la humanidad, pero cuando decimos África pensamos primero en las largas sabanas donde las jirafas ramonean en los árboles altos, pensamos en los paisajes de Isak Dinesen, pensamos en cebras y antílopes, pensamos en hileras de mujeres perfectas que llevan en sus cabezas fardos y cántaros.

Hay un África mental hecha de libros y películas, de poemas y leyendas, donde César está hablando en la noche con la Esfinge y Cleopatra está saludando a su padre, que es un gato del Nilo, donde Richard Burton está descubriendo el lago Victoria, donde el sultán Mahomet está incendiando la Biblioteca de Alejandría, donde los esclavos emancipados por la guerra de Secesión norteamericana están regresando a fundar el improbable país de la Libertad, donde Rimbaud trafica con armas y marfil para el rey Menelik, donde Albert Camus describe las costas cartaginesas, donde las barcas cargadas de grano pasan con sus remeros sobre los ríos enormes, donde Ramsés II sigue durmiendo desde hace treinta siglos, sin que perturbe su sueño ese estruendo confuso que se llama la historia universal.

Un mundo de gacelas y de pirámides, de la pobreza que florece en leyendas, de pies desnudos que no temen acariciar la hierba, la única región del mundo que trabaja en silencio con la selva amazónica para que el resto del planeta respire, la tierra doliente y mágica que más se parece a la Tierra.

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