LA INCREÍBLE Y TRISTE HISTORIA de la democracia moderna ha ido derivando hacia un sistema casi siempre inocuo de alarmas y perplejidades en donde todo lo que ocurre está recubierto por una tela fosforescente de novelería y de espectáculo.
Vivimos en gobiernos “del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, donde el pueblo nunca sabe en realidad qué es lo que están haciendo sus gobernantes. Para salvarnos de crecientes y vagos peligros los Estados no vacilan en toda suerte de maniobras, movimientos ocultos y conspiraciones de alto costo, de los que siempre nos enteramos tarde o nunca, de modo que el mundo verdadero en que vivimos se convierte en misterio para casi todos.
Así como en la novela de Kafka un hombre es procesado por un crimen que no sabe cuándo cometió, y es juzgado de acuerdo con códigos que ignora por un tribunal inescrutable, nosotros continuamente somos salvados por seres desconocidos y a través de maniobras ocultas, de una maraña de peligros que ignorábamos y de enemigos que no sospechábamos.
De pronto los finos instrumentos de divulgación de la red de memoria planetaria nos sorprenden con la revelación de esas tramas ocultas, y algo así como un corrientazo de zozobra y desconcierto recorre el espinazo del mundo: millares de documentos nos revelan qué hicieron los gobiernos, cómo llevaron adelante sus guerras, de qué manera nuestros defensores profanaron la condición humana y violaron las leyes con el pretexto de que estaban defendiendo la democracia y la seguridad de los hogares virtuosos; y por un momento sentimos el orgullo de que la humanidad tenga por fin recursos para defenderse de la prepotencia de los gobiernos, de la inhumanidad de los políticos y de la eficacia de esos generosos verdugos.
Pero se diría que no siempre la magnitud de las revelaciones justifica los clarines, el sobresalto que los medios estimulan como respuesta a esos escándalos. Ante la reciente divulgación de documentos de Wikileaks, ante eso que, con un término de plomería, llamamos filtraciones, y viendo la pretensión de los expertos de que estamos por fin ante la muerte del Secreto, bajo un venturoso viento de libertad, resulta casi decepcionante el contenido de tantas revelaciones.
En el fondo nada que no se supiera, o se presintiera, sobre las guerras de Irak y de Afganistán. Nada que no corriera en labios del rumor desde hace años. E incluso estadísticas menos escandalosas de las que sabemos que existen sobre el asesinato de civiles, torturas y abusos, sobre las relaciones del Estado norteamericano con los distintos países del mundo. Poco más que opiniones de funcionarios, chismes y cotilleo de burócratas, el sórdido y deleznable tráfico de fisgonerías, amenazas, espionajes, versiones y perversiones que caracteriza desde hace siglos al hemisferio diurno de las cancillerías y al hemisferio nocturno de los servicios de inteligencia, los mercenarios y los espías.
Está bien que se filtren los papeles que documentan lo que los Estados hacen sin expresa autorización de sus ciudadanos, pero quién sabe si algún día conoceremos el horror verdadero, y no lo que cierta sinuosa voluntad deja filtrar, con el fin de saciar la novelería sin comprometer en el fondo al gran poder. Más bien me asombra que estos escándalos produzcan tanto asombro.
Yo pertenezco al gremio de quienes sospechan por principio de todo cuanto el Estado oculta, y de quienes dudan de todo cuanto el Estado deja filtrar. Dejar salir destellos del secreto puede ser la mejor manera de mantener sellado lo fundamental del Secreto, y estoy seguro de que los poderes alarmantes que dominan el mundo no se caracterizan ni por su ingenuidad ni por su fragilidad.
Viendo de qué manera las revelaciones parecen terminar más bien beneficiando a unos poderes y absolviendo a otros, yo prefiero pensar que el secreto sólo se abre cuando ya han cambiado el código del Secreto, que la filtración sólo ocurre cuando el pozo ya está seguro en otra parte, y que en el fondo sólo nos dejan saber, con muchas reticencias, lo que ya sabíamos.