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Las grandes almas que la muerte ausenta

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William Ospina
07 de diciembre de 2013 - 11:00 p. m.
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En Colombia, una generación admirable de artistas, de pensadores y de escritores se ha ido yendo gota a gota, sin que hayamos tenido ocasión de despedirlos con una valoración siquiera inicial de su legado.

La frivolidad de nuestro mundo oficial, que ya sólo tiene tiempo para discordias, codicias y codazos, y la prisa de los medios de comunicación, siempre atentos a las palabras necias y a los oídos sordos de los políticos, sólo a veces se detienen en un gesto de gratitud ante esos benefactores de la alegría de vivir.

Se fue Alejandro Obregón, pintor apasionado y maestro de la vida que, antes del poderoso Carlos Jacanamijoy, logró darle una función orgánica y rítmica a la pincelada. Se fue Enrique Grau, travieso deformador del folclor, indiferente a las tiranías de la moda que desvelan a críticos supersticiosos y crédulos, que sólo hacía con su talento figurativo, con su magia expresiva y con su colorido burlón “lo que le daba la gana”. Se fue Eduardo Ramírez Villamizar, artífice de la geometría feliz, de lo especular y de lo oblicuo, que pasó por la vida como un soplo de gracia, tratando de hacernos más inteligentes y sutiles.

Se fue Juan Antonio Roda, que encerraba mastines de cólera en laberintos tortuosos, que vivió en la pintura todas las libertades del arte moderno, hizo del color pensamiento y sentimiento a la vez, y llenó de rigor nuestros muros. Se fue Édgar Negret, quien tenía que sujetar sus formas de hierro con tornillos y tuercas para impedir que ellas por su cuenta siguieran experimentando y plegándose, que el metal siguiera jugando al juego asombroso de estar vivo, atormentado y balbuciente. Se fue Ómar Rayo, que multiplicó su obsesión sobre lienzo y papel con una paciencia de orfebre, una austeridad de monje budista, una fecundidad incesante y un vigilante sentido de la armonía y de la precisión.

Se fue Fernando Charry Lara, poeta y pensador de la poesía, maestro del diálogo con las otras regiones del idioma, un hombre intenso y vivo, de ideas radicales y memoria copiosa. Se fue Gonzalo Mallarino, lector exquisito, amigo apasionado y el mejor conversador imaginable. Se fue Danilo Cruz Vélez, nuestro filósofo más riguroso, pensador de las relaciones entre el poder y el pensamiento, del misterio del lenguaje, de las limitaciones de la civilización en el horizonte fascinante y peligroso de la edad de la técnica. Se fueron Daniel Arango, Hernando Valencia y Jorge Eliécer Ruiz, lectores lúcidos, grandes polemistas, hombres dados al diálogo refinado y al paladeo de los versos.

Se fue Gloria Valencia de Castaño, en quien se combinaron la belleza, la inteligencia y la gracia, que nos dio día a día lecciones de buen gusto, de lucidez y de sensibilidad. Se fue Débora Arango, que pintaba la historia con la maestría rebelde de los expresionistas, que llenaba de indignación y de furia creadora las líneas y los colores, los ángulos y las perspectivas, que desnudó la obscenidad de nuestra política, la ferocidad de nuestra dirigencia y la pasiva torpeza de una comunidad maltratada, sin temer a la incomprensión ni al desprecio.

Se fue Rogelio Salmona, poeta de la arquitectura y del urbanismo, antes de ver de qué manera la insensibilidad de nuestros políticos llenaba el centro de Bogotá de concreto sin alma y de sordidez indescifrable. Se fue Germán Arciniegas, apasionado del continente, quien minuciosamente demostró que la invasión española no había obrado un descubrimiento sino un cubrimiento de América, y que argumentó, contra la tradición servil, no cuánto nos ha dado Europa sino cuánto le hemos dado nosotros a ella. Se fue Leo Matiz, cuya red luminosa atrapó en imágenes toda una época. Se fue Manuel Zapata Olivella, la voz generosa, indignada y tumultuosa de un mundo, hombre de valor y principios, de tradiciones y profunda nobleza. Se fue Meira del Mar, poeta sensitiva y precisa, interlocutora elocuente de la gran generación del medio siglo.

Se fue Lucho Bermúdez, cuyos ritmos le dieron más felicidad a Colombia que todos sus gobernantes juntos. Se fue el inagotable maestro José Barros, cuyas canciones llevamos en el alma, que componía por igual pasillos, bambucos, cumbias, paseos, tangos, y esos boleros, Busco tu recuerdo, No pises mi camino, Amor con amor yo pago, con los que el puertorriqueño Charlie Figueroa conmovió a varias generaciones. Se fue Rafael Escalona, un talento excepcional para exaltar en canto las minucias de la vida, el arte poético de convertir las anécdotas en altos símbolos del mundo y una endiablada capacidad de tejer melodías. Se fue Leandro Díaz, el juglar que cantaba los paisajes como si los viera, y que siempre encontraba músicas de singular originalidad. Se fueron Tito Cortés y el Caballero Gaucho, vistosos voceros de la sensibilidad popular, que modulaban en canciones como Alma tumaqueña y como Lejos del tambo el sabor de una época.

Y se fue Álvaro Mutis, portentoso por su capacidad de abrir puertas a la imaginación, a la sensibilidad y a la vida. Crecido entre el crepúsculo de Europa y la mañana todavía fragante de América, miró con ojos nuevos nuestra naturaleza, vio por primera vez su niebla y sus abismos, sus ríos y sus selvas, vio llegar los trenes y los hidroaviones, la modernidad y el apocalipsis, y cantó todo con una voz tan nueva y una audacia verbal tan exquisita, que apenas empezamos a oírlo. Fue hasta los 90 años el poeta más joven del continente, y ojalá nos acompañen siempre su risa adolescente, su amistad torrencial y su generosa alegría.

 

*William Ospina

 

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