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Las metamorfosis de Arturo de Narváez

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William Ospina
16 de marzo de 2014 - 03:00 a. m.
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En esos gabinetes de mago que Arturo de Narváez pintaba hace 30 años ya había cráneos de carneros y esqueletos de pájaros, esferas ingrávidas, oscuros animales rondando por las habitaciones, mesas llenas de semillas y piedras, flores secas y hombres pensativos.

Arturo no ha dejado de pintar un solo día desde entonces, y en cada ciclo de su obra, en esos temas que lo obsesionan, que surgen, se alteran, se extreman y se agotan, vuelve a inventar la pintura.

En París, en su taller de la rue Robespierre, visitarlo era como volver a ver a uno de esos alquimistas que él pintaba al comienzo. Allí estaban las piedras, las semillas, los cráneos de animales, los esqueletos de pájaros. Era como si escaparan de sus pinturas y se acostumbraran al mundo. Esferas, discos, ramas, ruedas de metal, una guitarra para no olvidar el rock de la adolescencia, un piano para horas más serenas, una escalera perdiéndose en lo oscuro, y la cena servida para muchos entre un vago perfume de óleos y mundos fantásticos.

Prufrock dice que ha medido su vida con cucharitas de café: Arturo ha medido la suya con cuerpos y paisajes, con bodegones, centauros, bestias agónicas, montes que se derrumban, objetos voladores, ángeles que no saben para qué tienen alas, nubes que brotan del sueño y árboles que perdieron su rumbo.

No es que se fatigue de sus temas: De Narváez los agota, exprime el sentimiento que los hizo nacer. Sabe que el tema aparente no es todo el sentido. Lo que los une en su diversidad es el frenesí de atrapar la emoción en imágenes, la lucha de un hombre con la materia, con el óleo y el lienzo, con el color y la luz, el ritmo que se resuelve en formas y texturas, que deja sobre la superficie una aspereza de tierra martirizada, una serenidad de agua con reflejos, y en todo está el oficio asombroso de conseguir que signos vagamente familiares nos cuenten historias tormentosas y ocultas.

Desde estos lienzos nos invade la energía vital, la evidencia de algo vivo y vigilante, de una pupila que no cesa de interrogar y que mira a la vez hacia afuera y hacia adentro. Preguntas a la luz y a la materia, meditaciones sobre la esperanza y la pérdida, sobre la tentativa y la derrota, relatos que el arte condensa y que siempre nos sentimos a punto de descifrar.

El tiempo se detiene en forma de árbol o centauro, de nube o cráneo, de contorsión o derrumbamiento. Arturo de Narváez no se demora demasiado en un tema, en un estilo: lo único que permanece es el misterio, el desafío, la sospecha sobre toda belleza. La energía animal gira en remolinos, se encoge, se deforma, padece y se fragmenta; el caballo se transforma en centauro y comienza otro ciclo, porque cuando estas criaturas, que vienen de la mitología y el sueño, de la naturaleza y la fiebre, alcanzan su plenitud, una nueva serie aparece.

Son las avalanchas de “Terra Nostra”, las “Rondas” que fascinaron a los coleccionistas de arte en Londres y en Zúrich hace 15 años, una fauna onírica de rojos oscuros y ocres pensativos que inventa su propia anatomía obedeciendo sólo a su ley interior y a su música. Los cambios a veces son abruptos: cierto día, el fragmento de un Concierto brandemburgués hizo que el pintor se volviera a mirar al cielo, y vio algo que creía haber visto miles de veces pero que parecía estar allí por primera vez. Ya no dejó de pintar nubes durante meses: nubes que, más que flotar, son navíos sometidos a dominantes de viento, con su fuerza y su rumbo.

Esas nubes de su etapa de Túnez dieron paso a las alas de unos hombres sedentarios, vendados, que teniendo la capacidad física de alzar vuelo no encuentran la fuerza para hacerlo. Y basta un detalle significativo para que de repente todo cambie en su obra. De su interés por la escritura árabe, en las orillas de Túnez, nació su necesidad de trazar esas grandes líneas sinuosas, que llamó “Distensiones”, la siguiente fase de su obra.

Otro día, un golpe brusco para deshacerse del marrón quemado y del azul de Prusia que había mezclado en su pincel, dejó sobre la tela un trazo que parecía un helicóptero en el cielo. Esa fue la crisálida de la serie de objetos voladores que pronto invadieron su vida. Y cada tema no se agota en el ejercicio de pintar: conlleva una obsesión de estudio, de enciclopedias e iconotecas, no para responder a pautas exteriores, sino porque es preciso alimentar el capricho: esas arbitrariedades que en el arte son el rigor, esos desvaríos que en el arte son la lucidez.

La variedad disfraza una unidad secreta: la tiranía de la luz sobre el brazo que pinta, la danza del cuerpo buscando colores, de la mano inventando texturas, dando forma a una materia que siente y padece. Y eso es la pintura de Arturo de Narváez: no caballos, dragones, bestias y árboles, nubes y naves voladoras, sino colores que sufren y horas que se derrumban, certezas que alzan vuelo, pasiones que se combaten, fortalezas que vacilan y verdades que huyen, la intensidad de vivir convertida en cosas vivas, el milagro de ver detenido en visiones palpables.

Un mismo tema vuela del dibujo más clásico a la desintegración más temeraria, obedeciendo sólo al telar de las metamorfosis. Volvemos a estar ante el mago rodeado por la danza de sus materiales, al alquimista que convierte las formas en una sola arcilla que habla, al tiempo presuroso del mundo detenido en la luna del arte.

 

William Ospina

(Una notable exposición de pintura en la Galería Sextante)

 

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