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Las tres sonrisas

William Ospina

29 de septiembre de 2012 - 06:00 p. m.

¿Cuántas veces hay que hacer una obra para hacerla perfecta?

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La pregunta surge cuando nos enteramos de que, por segunda vez en un año, ha aparecido otra versión de la Mona Lisa, la de Isleworth, esta vez pintada por el propio Leonardo da Vinci años antes del original que se exhibe en el Museo del Louvre.

La anterior apareció en el Prado y, como todo lo que ocurre con esta dama, fue noticia mundial. Un cuadro que habían menospreciado los galeristas por siglos, con Mona Lisa en primer plano sobre un fondo negro, examinado de nuevo resultó ser una versión paralela, pintada por el amante de Leonardo, Andrea Salaí, al tiempo que el maestro iba pintando el original.

Que haya una Mona Lisa ya es asombroso. Que haya dos, pintadas al mismo tiempo, y ambas admirables, es increíble. Que aparezca una tercera, un episodio cero, pintada por el propio artista años atrás, y que abre el debate sobre cómo era Lisa Gherardini, mujer del Giocondo, unos años más joven, rompe con las tradiciones del Renacimiento italiano, tan individualizado y tan clásico, y nos hunde en los vértigos de la repetición, típicos de esta época.

Parece un argumento para Borges, para César Aira o para Philip K. Dick. ¿Cuántas más hay? ¿Por qué estuvieron tanto tiempo escondidas o ignoradas? ¿La multiplicidad está en la obra misma, o en la mirada de nuestra época? ¿Existen muchas Monalisas, o sólo la manía de una época que las multiplica? Casi habría que añadir los famosos versos de Neruda: “¿De dónde soy? me pregunto a veces, ¿de dónde diablos vengo? ¿qué día es hoy? ¿qué pasa?”.

El País de Madrid publicó hace poco una imagen virtual en la que es posible, moviendo el cursor del ordenador, ir pasando de la imagen del Louvre a la imagen del Prado, comparando milímetro a milímetro la versión de Leonardo con la de su vecino.

Llevamos siglos interrogando el misterio de esa mirada, la evanescencia de esa sonrisa, la timidez o la picardía o la malicia de ese rostro en el que cada quien ve lo que quiere ver (alguien incluso se ha animado a encontrar en él un autorretrato), y la posibilidad de comparar detalles y minucias hace el deleite de muchos. Uno de los argumentos contra esta nueva versión, es precisamente que no tiene “el carácter elusivo del original”. Ya se sabe que el secreto de la esfinge está en no dejarse descifrar.

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El fondo negro demostraba que la Mona Lisa del Prado era falsa, pero se descubrió que algún bárbaro había echado una capa de negro sobre el tremendo paisaje del fondo. Retirado el barniz, aparecieron las montañas misteriosas, los cañones desolados, la inmensidad. Y los colores obtenidos por esa restauración pusieron en evidencia la acumulada pátina del cuadro del Louvre. Buena parte de su sombra es aporte de los siglos; posiblemente el original es más luminoso y colorido, la dama misteriosa menos sombría.

Una polémica se abrió en el Louvre sobre si convenía emprender ya la restauración, o si hacerlo implicaba poner en peligro uno de los mayores tesoros de Francia: la dama tal como está, como buscan verla los millones de ojos que se agolpan día tras día en la sala (que en realidad sólo ven los hombros de quienes los preceden, y allá, detrás del tumulto, una vaga sonrisa tras un cristal antibalas).

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Mientras esperamos nuevas apariciones, podemos volver a la pregunta de cuántas veces hay que pintar un cuadro para hacerlo bien. Los pintores son expertos en repetir la fórmula cuando tiene éxito, pero también los hay que vuelven a sus cuadros por la pura mística de la repetición. Cuántas versiones conocemos de El Grito de Munch o de La torre de Babel de Brueghel, para no hablar de las mil variaciones de Kandinski sobre un mismo tema, las mil variaciones de Picasso sobre Las meninas, o las mil variaciones de Botero sobre los temas de Botero.

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A lo mejor la obra de todo escritor también consiste en escribir muchas veces el mismo libro, bajo la ilusión de libros distintos. El hecho se justifica por una razón que he podido advertir en la escritura de mis propios libros: sólo cuando uno termina su investigación y su escritura comprende cómo habría debido empezar, pero por lo general ya no tiene la fuerza ni la paciencia para comenzar por fin a hacerlo bien. Lo dijo un finlandés: “Cuánto esfuerzo para llegar al comienzo”.

Se sabe que Hölderlin escribió tres veces su Empédocles, aunque lo que se advierte en esa progresión es más complejo: cada vez le resulta más difícil manejar el tema; cada vez resulta más poderoso lo que va surgiendo. Él mismo dijo que lo que se pierde en facilidad, en impulso, en amplitud, se gana en concentración, en fuerza expresiva y en verdad profunda. Dicen que el segundo Fausto de Goethe es mejor que el primero, y muchos piensan que la segunda salida del Quijote resultó mejor que la inicial: “siempre segundas partes fueron buenas”.

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Pero hay quien defiende sin dudas el misterio de la primera versión. Yo, por ejemplo, prefiero la primera versión de El mensajero de Fernando Vallejo, concebida como biografía, a la segunda, concebida como autobiografía. Y quizás no hay que preferir una sino agradecer el tener dos versiones, y poder compararlas, encontrar mejor esto, superior aquello. Es más estimulante para el pensamiento y más rico para la sensibilidad.

Así que es una suerte que tengamos por ahora tres Monalisas, una anterior, una lateral, una central. Y discutir sobre ellas, mientras aparece la cuarta.

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