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Con cada nuevo ser que abre los ojos vuelve a empezar el mundo. La aventura de las sensaciones y la aventura del conocimiento. Por eso es tan necesario desconfiar de la superstición del progreso: no es verdad que seamos capaces de hacer más bellas a las rosas ni de mejorar el agua. En realidad, lo único que logramos con nuestras manipulaciones es envilecerlas.
En los últimos 20.000 años hemos cambiado tan poco los seres humanos que nos reconocemos en las paredes de jaguar de Chiribiquete, y los dibujos de Altamira nos parecen tan buenos como los de Franz Marc, y Picasso hace muy bien aprendiendo la belleza de las tallas y las máscaras ceremoniales africanas.
Vivimos en una época frívola y novelera, donde es un buen negocio vender cosas de última hora y difamar de lo anterior. Pero por fortuna para los recién llegados también el pasado es una novedad, y para el que acaba de abrir los ojos Atahualpa y César y Nefertiti son cosas del futuro.
Por eso en esta semana en que parece estar muriendo Twitter es posible que muchos descubran que la especie humana siempre tuvo maneras apasionantes de comunicarse. Que las palabras de Cristo se recuerdan aunque a menudo solo hablaba para 12 personas; que estamos en los días de la apoteosis de Marcel Proust, quien para decirnos su opinión sobre el mundo necesitó siete volúmenes; que un pensamiento puede ser importante aunque no alcance enseguida a miles de personas; que tienen razón los que dicen que estamos ahogados en el reino de la cantidad; que el amor y el dolor no son una cuestión de estadísticas, y que cuantas más fotografías hay, más irrelevantes nos parecen.
Sobre el lenguaje nada está escrito, decía un bromista. Más verdadero es decir que sobre el futuro nada está escrito, ni por los que creen en el progreso ni por los que creen en el eterno retorno. Aquí los inventos para los próximos 1.000 años duran a lo sumo un par de décadas. Hasta el futuro se volvió desechable, y lo vemos en los escombros de los televisores y de los coches, en los primeros y voluminosos teléfonos celulares, en los cementerios de las máquinas de escribir y de los portátiles, en la moda sesentera de las películas futuristas de los años 60.
Pero hasta el cementerio de las utopías será una novedad para los que llegan. Los ingleses del siglo XVIII ya le habían dicho a Shakespeare adiós para siempre, cuando vinieron los románticos y lo convirtieron en dios para siempre. Lo dijo con hermosas palabras Jorge Luis Borges: “En edades futuras oprimirá el centauro/ con el casco solípedo el pecho del lapita,/ cuando Roma sea polvo gemirá en la infinita/ noche de su palacio fétido el Minotauro”.
Pero no hay que perderse en las bibliotecas: en las calles está la historia universal, cada vez más amenazante y cada vez más indescifrable, pero inquietantemente familiar. Porque hay muchas cosas nuevas bajo el sol, pero solo las cosas viejas nos ayudarán a entenderlas, y no sobra recordar que la sombra del Apocalipsis, que nos parece reconocer en lo que sirven en nuestros platos cada día, es una espada que pende sobre nosotros desde hace veinte siglos.
Quieren hacernos creer que solo el arte contemporáneo es importante: esas cabezas de vaca cubiertas de moscas, esas bananas pegadas a la pared con una cinta aislante, esos cráneos constelados de diamantes, pero qué bueno es ver el celo y la extrema cautela con que los sabuesos del arte miran al intempestivo Salvator Mundi de Leonardo, el modo enciclopédico como se intenta la genealogía de los personajes de Proust, el asombro con que todavía miramos las fotografías de Nadar, ese retrato estremecedor de Baudelaire que parece estar hecho solo de nítida psicología.
Y es divertido ver cómo de repente la gente vuelve con pasión a los viejos acetatos y a los tornamesas nostálgicos, y encuentran que en el roce de la aguja con los surcos irregulares del vinilo están mejor guardadas las voces y las emociones de Gardel y de María Callas.
También esta semana la Kodak, única especie sobreviviente de los antiguos cazadores de imágenes, empezó a buscar masivamente empleados ante la inesperada resurrección de las cámaras de carrete y película. Pero es que tal vez queríamos más las fotografías cuando eran más pocas, y no sabíamos cómo habían quedado, y podíamos tenerlas en papel.
A Borges lo pusieron un día a escoger entre el ascensor y la escalera y dijo que sin duda ésta ya estaba “plenamente inventada”. Dijo también, ante la avería de un aparato: “¿Cuándo se han negado un espejo o una cuchara a prestarnos sus servicios?”.
No es que todo tiempo pasado haya sido mejor, pero hay que permitirle también al pasado mostrar sus excelencias, porque todo culto absoluto por la novedad no es más que una astucia comercial. Dos mil años de firmeza y de contundencia algo dicen de los arquitectos del Coliseo. Y la primera vez que vi en el fondo del desierto las pirámides, me parecieron templos del futuro.
Era bueno perderse e ir formándose el mapa duradero en la mente. Era bueno que existieran el silencio y la noche y la ausencia. Era bueno que no siempre las máquinas pensaran por nosotros. Y la humanidad terminará comprendiendo que si los libros físicos, de papel, de celulosa, tan silenciosos, tan autónomos, tan dóciles, tan portátiles, hubieran sido inventados después de los computadores, habrían sido un progreso.
