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Nadie ha luchado tanto por la paz de Colombia como Álvaro Leyva. Por eso nadie ha cosechado tanta ingratitud como él. Lo favorecen un talento creativo incansable, una gran cultura y su grandeza de espíritu.
Cuando aquí la izquierda era solo militarista y dogmática, y la derecha era solo clerical y militarista, el conservador Álvaro Leyva fue el único liberal que tuvo Colombia, porque creía en el diálogo, y sobre todo en el diálogo con los adversarios. Nació hace 80 años, justo cuando nacía el nuevo orden mundial, el orden de la posguerra, que dividió al mundo entre capitalismos hegemónicos y capitalismos dependientes. Por un lado, países industriales y, por el otro, países subalternos, alimentadores de la gran industria y consumidores de sus productos. Eso que firmó Lleras Restrepo en Bretton Woods y volvió a firmar aquí medio siglo después César Gaviria, siguiendo los preceptos de Reagan y de Tatcher, y confirmando que somos apenas los domésticos del capitalismo mundial.
Yo les digo a Petro y a Leyva que eso es lo que hay que cambiar. Que hay que hablar con Lula da Silva, quien se propone reindustrializar el Brasil bajo un gran pacto de defensa de la naturaleza, y decirle que Colombia va a participar también de ese proyecto. Hay que hablar con Claudia Sheinbaum, y crear el germen nuevo de una gran alianza latinoamericana. Hay que industrializar, hay que producir, hay que hacer competente a la América Latina en el seno del capitalismo mundial, y poner en la balanza de la sociedad planetaria contemporánea a estos países nuestros que ya aprendieron que no pueden aceptar ser capitalismos subalternos porque eso los condena a ser capitalismos mafiosos, ya que la subordinación los obliga a postergar o excluir a todo el que tenga iniciativa, y arrojarlo a la ilegalidad. Si Brasil, México y Colombia se abren a un nuevo modelo de desarrollo, con agenda propia, podremos responder a los tremendos fenómenos que están amenazando seriamente la paz mundial.
Ahora Leyva está tratando de ayudarle al gobierno de Petro a cumplir las promesas del gobierno de Santos, pero la verdad es que en Colombia a cada paso los desafíos de la paz son distintos. Desmovilizar en el año 53 a los bandoleros y a los guerrilleros liberales ciertamente exigía darles tierra o empleo, pero les dieron bala después de entregarse. Hoy el principal desafío de la paz en Colombia es crear una economía productiva. Y tal vez el único camino para nuestro continente es hacer lo que hizo Franklin Delano Roosevelt en Estados Unidos hace cien años: acabar con el prohibicionismo, eliminar esa fuente nefasta de violencia, e invertir toda la energía de las naciones en crear infraestructura, fábricas, puentes, carreteras, ferrocarriles, puertos, aliar la producción con el conocimiento, y emprender un proceso de modernización que tenga la defensa del equilibrio ambiental como principal criterio, y el aprovechamiento de la riqueza biológica y geográfica como principal impulso.
De todos los procesos de paz que se han hecho en Colombia, el único medianamente exitoso fue el del M19, porque les permitió a los desmovilizados sentirse parte de un proyecto de país. No les dieron cosas, pero les permitieron ser protagonistas. Y algunos de sus símbolos, Bateman, Pizarro, Fayad, le hicieron después mucha falta al país como interlocutores. El haber sido partícipes de una Constituyente les hizo sentir que su lucha no había sido en vano.
Porque las constituyentes no son malas, aunque en países como Colombia nunca son suficientes para que los problemas se resuelvan. La mejor prueba es la centenaria Constitución de 1886, que a pesar de su conservadurismo y de su clericalismo permitió la consolidación de la economía cafetera, el comienzo de la industrialización, el tendido de los ferrocarriles, la tímida modernización de los años 20 y 30 del siglo pasado, pero después se fue volviendo cada vez más inhábil para contener a un país que crecía y convulsionaba, y terminó engendrando la costumbre perversa del Estado de Sitio, al que todos los gobiernos apelaban para gobernar por decreto, suspendiendo por largos períodos las garantías constitucionales.
López Michelsen, que tenía buen humor y mala leche, dijo alguna vez que la Constitución del 86 había durado tanto porque, como los pollos, había estado más tiempo congelada que viva. Toda constitución es como un edificio al que siempre hay que estar reformando pero que al final se desploma. Y la del 91 sobre todo ha servido para destruir las cosas buenas que dejó la anterior: la economía agraria, la industria incipiente, los institutos descentralizados; para ponernos a vivir de las economías informales e ilegales, y para ampararnos bajo la sombrilla de unas garantías sociales tan ilusorias que la buena salud hay que conquistarla en los tribunales, y el empleo, la seguridad y la justicia apenas existen, como se dice ahora, “en la nube”.
Por eso no les falta razón a Petro y a Leyva cuando advierten que la Constitución, que ya no es ninguna adolescente, necesita ajustes. Pero mientras tanto hay que tomar decisiones, porque lo que no pueden olvidar es que aquí las palabras flotan sobre la realidad y no se confunden con ella. El gobierno quiere cumplir las promesas de Santos, que ya eran insinceras hace 8 años, en vez de cumplir sus propias promesas. Y lo que hace rato necesita el país, para no tener que seguir ahorcando a las clases medias y aumentando la deuda externa, es ampliar el sector productivo y reducir los gastos de funcionamiento del Estado, liberar la iniciativa ciudadana y suprimir las trabas burocráticas, estimular el emprendimiento y no castrarlo con asistencialismo, dejar de tratar a los ciudadanos como víctimas cuando debería alentarlos a grandes tareas. Y si para eso es necesario un proceso constitucional, hay que hacerlo.
El miserabilismo hace que acostumbremos al país a mirarse con compasión. Está creciendo la sensación de que el presidente es un ser débil e impotente, maltratado e incomprendido, al que tenemos que defender, cuando es él quien debería defendernos. Que el presidente no termine siendo apenas un síntoma de la enfermedad del país: un país dependiente, ausente y lleno de ilusiones, que no asume sus responsabilidades y por ello solo ve culpables por todas partes; un país que no consigue ser consciente de sus posibilidades porque lo estimula más quejarse de sus tragedias. Es urgente dejar de sentirnos enfermos y víctimas. Dejar de ser dóciles e impotentes subalternos de la economía mundial, para ser socios dignos y altivos.
Un continente con industria responsable, consciente de sus selvas, de sus aguas y del tesoro de su diversidad cultural y biológica. Que abandone la vieja e ingenua letanía de que hay unos pérfidos malvados culpables, y entienda que a lo que llamamos capitalismo es a nuestra manera de consumir, a nuestra manera de saquear y profanar la naturaleza, a nuestra manera de producir basura y de convertir la gasolina en carbono asfixiante porque corremos de un modo cada vez más veloz hacia ninguna parte. La verdadera transformación es crear una industria que no contamine, una economía que dialogue con la naturaleza, un progreso solidario. Y frente al mundo eso tal vez solo puede proponerlo un continente desobediente e indisciplinado pero lleno de vitalidad y de imaginación.
Dejemos de quejarnos de todo y empecemos a creer en nosotros. Porque en estos momentos, salvo nuestra madre África, el resto del mundo está tratando de reinventar el infierno.
