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Los homenajes a la tierra

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William Ospina
02 de enero de 2011 - 02:51 a. m.
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VISITÉ HACE POCO EL MUSEO DEL Caribe, ese hermoso edificio que han alzado en Barranquilla para reconocer y celebrar la riqueza y la belleza de la región del norte de Colombia, sus mares, sus desiertos, sus montañas, sus ciénagas, su memoria y su gente.

Comprendí que era a la vez un esfuerzo de conocimiento y de celebración, una manera lúcida y bella de compartir el amor por un mundo, y un alto ejercicio de política en el sentido pedagógico de crear lazos sociales, un sentido de lo público y un sentimiento de comunidad.

Ahora que el Gobierno ha recomendado, con razón, moderar los festejos ante la tragedia del invierno que afecta a tantos hogares en todo el territorio, es importante pensar que no toda celebración supone una fiesta irrespetuosa y obscena, que es útil preguntarnos qué tipo de celebraciones y conmemoraciones conviene realizar en tiempos de emergencia y de dificultad.

Hace apenas dos meses se cumplieron veinticinco años de la tragedia de Armero. Un hecho de esa magnitud, que significó la muerte de 25.000 personas, no puede ser ignorado y borrado, tiene que convertirse forzosamente en tema de reflexión y de debate, una pregunta para la política, un desafío para la administración pública, un tema para el arte y el pensamiento y una lección para la ciudadanía.

Porque veinticinco años después estamos viendo cómo nuestra capacidad de previsión y de control de riesgos no sólo no parece haberse fortalecido con aquella prueba, sino que hasta las corporaciones autónomas regionales han tenido que ser intervenidas por falta de eficiencia en el cumplimiento de sus tareas.

En algún lugar de la región de Armero deberá levantarse algún día un Espacio de la Memoria, que nos cuente no sólo lo que fue la ciudad, su cultura, su historia y sus gentes, sino que nos ofrezca también una mirada reflexiva sobre ese territorio en el que cumplen su ciclo eterno los hielos de los nevados de la Cordillera Central, los cañones que se ahondan hacia las llanuras, las aguas del deshielo que descienden por ellos y el río que las recibe.

Todo joven debería conocer la belleza y la fragilidad de este territorio nuestro; y todos deberíamos saber que cuanto más arborizadas estén las cuencas, menos riesgos hay de deslizamientos; que cuanto más informados estemos sobre las características de la naturaleza en que vivimos, menos peligro existirá de que una catástrofe sorpresiva arrase de nuevo nuestras poblaciones.

Una vez, en Italia, en los Alpes Dolomitas, arriba de la región de Udine, nos invitaron a una ceremonia que se realizaba en las montañas. En una planicie en mitad de la cordillera vimos una gran cantidad de sillas dispuestas en semicírculo alrededor de un escenario. Era un auditorio para cinco mil personas, al pie del lecho seco de un río, bajo todas las estrellas del verano. Y allí una gran actriz del teatro italiano leyó, con voz magnífica, los primeros cantos de la Divina Comedia y una orquesta sinfónica cerró la noche con un concierto.

Hace poco, pasando al atardecer por la llanura donde antes se alzaba Armero, viendo esas calles muertas y la atmósfera de ese pueblo fantasma en medio de una vegetación fabulosa, sentí que un día tendríamos que hacer un gran acto cultural en homenaje a todos esos seres que reposan allí, pero también en homenaje a esa naturaleza bellísima que sólo se convierte en nuestro castigo cuando no sabemos conocerla ni honrarla como se debe. Como escribió Pablo Neruda, “la tierra hizo del hombre su castigo”.

Un acto que sea también un canto a las montañas nevadas de la pared occidental del Tolima, un canto a las aguas que bajan trayendo fertilidad a los valles, un canto a las llanuras donde fosforecen los cultivos de arroz y a donde bajan a tomar sombra los gavilanes y las águilas, un canto al río que a pesar de las ofrendas con que lo envilecen nuestras ciudades sigue llevando peces y garzas, canoas y músicas, y sigue dando vida a los pueblos de la orilla.

Nos hace mucha falta la memoria, y no tiene que ser una memoria luctuosa. Pueden ser hechos alegres, llenos de gratitud, profundamente cargados de sentido, de respeto, de reflexión y si se quiere de reverencia, por un mundo al que no hemos sabido honrar como se debe. Creo que sólo el arte sabe conmemorar sin luto, con respeto profundo y con alegría creadora, eso que solemos considerar como meras desgracias pero que son en realidad las lecciones que nos da el mundo. Esas lecciones que el mundo nos seguirá dando, hasta que demos muestras de que algo hemos aprendido.

Y no estaría mal que diéramos esas muestras formando grandes brigadas de reforestación de las cuencas, recuperando y protegiendo la fauna silvestre, salvando y fortaleciendo la memoria cultural de las regiones, en diálogo con el espacio natural.

Pienso de pronto en aquel poeta asiático o europeo que, en agradecimiento por haberlo salvado, le regaló una vez dos cisnes a un río.

 

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