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Los testigos

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William Ospina
25 de marzo de 2012 - 01:00 a. m.
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En la obra César y Cleopatra, de Bernard Shaw, un mensajero llega al palacio de la reina en Alejandría y anuncia malas nuevas: entonces los guardianes lo reciben con honores.

Un extranjero pregunta por qué, y le explican que, siendo costumbre que quien trae buenas nuevas sea sacrificado en gesto de gratitud a los dioses, dicha tarea suele confiarse a los esclavos. Para llevar malas noticias, en cambio, se escoge a ciudadanos distinguidos.

Los periodistas de hoy viven a su manera esas paradojas del público. Casi no quedan sociedades en las que se castigue a quienes cuentan cosas agradables, pero todavía en muchas se castiga y se persigue al que divulga verdades ingratas.

Todos queremos saber qué pasó: los rumores callejeros son una de las más antiguas formas del periodismo. Corresponsal de guerra, Ulises cuenta a los feacios cómo se escondieron los guerreros en un caballo de madera para asaltar a Troya a medianoche. Cronista de viajes, Marco Polo refiere a sus paisanos todo el asombro de los reinos distantes. Siglos después Tolstói envía noticias de la guerra de Crimea desde el propio frente de batalla. Ahora no se concibe guerra alguna sin una brigada internacional provista de libretas de notas y micrófonos encendidos, de cámaras de video y computadores portátiles; y sabemos enseguida dónde hay conflictos, accidentes, crímenes, maremotos.

Todavía les concedemos el eterno respeto que inspiraban los portadores de nuevas inquietantes, pero a pesar de los avances no siempre la información nos deja claro qué pasó. Porque una cosa es percibir y otra entender. Dos hombres corren en la misma dirección, pero cómo saber si huyen de lo mismo, si persiguen lo mismo, si el ofendido huye del agresor, si el ofensor huye del agredido. El periodismo más necesario no es el que nos alarma con los hechos ni el que nos tranquiliza con un cambio de tema, sino el que nos permite comprender un poco no sólo qué ocurre sino por qué, cuándo comenzaron los hechos y hacia dónde parecen dirigirse.

Ningún acontecimiento es actualidad pura: el delincuente puede venir del hambre o de la desesperación, de la injusticia o de la locura; en algún lugar de los mecanismos o de la conducta humana está el instante que desencadena un hecho glorioso o atroz. A veces el que cree contar sólo minucias o rarezas atrapa secretos profundos: más de un cronista de Indias creyó estar narrando apenas cosas pintorescas y terminó siendo el testigo irrepetible de la irrupción de un mundo y de la fundación de una época. El periodismo participa de eso que Rilke llamaba, hablando de los deseos: “diálogos en voz baja / del momento cotidiano con la eternidad”.

Antes sabíamos lo que pasaba en la aldea, ahora creemos saber qué pasa en el planeta. Y acaso el cambio no sea grande, si, como quiere Browning, “las páginas de la historia cuentan en grandes caracteres lo que en letra menuda cuenta el relato de nuestra propia vida: los dos textos coinciden”. Pero es dramático el modo como hemos dejado de ser testigos de la limitada historia local para precipitarnos en el vórtice de la ilimitada y abrumadora realidad planetaria. Porque cuanto más lejos están los hechos más impotentes somos para remediarlos o para influir siquiera un poco en ellos. Somos entonces a menudo testigos mudos de un drama inmenso que nos condena a la pasividad.

El periodismo nos recuerda cada vez más que somos seres sociales: que lo que ocurre cada día compromete a toda la humanidad. Así pasamos de lo personal a lo colectivo, de la vida privada a la historia, de lo local a lo global. Antes nada apasionaba tanto como la crónica roja, porque los hechos de sangre, los misterios de la condición humana, las tragedias individuales y colectivas, fueron siempre el pan nuestro de cada día. Ahora abunda también la crónica rosa social, la crónica dorada de la farándula, la crónica verde del medio ambiente, la crónica negra de los terrorismos y las mafias, y la crónica de colores inesperados del cambio climático.

Desmesurado esfuerzo por cubrir la actualidad: de versiones, de interpretaciones, de aproximaciones, de letras y de símbolos. Cuántos desvelados testigos a cada momento en todo el mundo entrevistan a los protagonistas de la actualidad, hacen la crónica minuciosa del hecho histórico, investigan, persiguen las noticias, analizan los datos, examinan las hipótesis, se arrastran en las barricadas, se asoman al lugar mismo de los atentados, estudian las causas, exploran el mecanismo interno de todas las cosas del mundo para brindarnos el verdadero sabor de la época: esta curiosa sensación de estar en todas partes y de abarcarlo todo.

Así hemos vivido la relación profunda del periodismo con la literatura: cómo verbalizar la realidad, mantener la salud del lenguaje, conservar una relación viva de los que escriben con la lengua cotidiana de sus lectores. Parecía que el mensaje era apenas un texto escrito, pero también estaban los trazos poderosos de ilustradores y caricaturistas, después las voces de la radio, y ahora han vuelto a estar presentes los rostros y los cuerpos, sólo que amplificados y multiplicados por la tecnología, convertidos no sólo en testigos de los hechos sino por momentos en los hechos mismos. Porque tal vez los periodistas sean apenas testigos, pero el periodismo es uno de los hechos centrales de la historia contemporánea.

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