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‘Los viajes del viento’, en Cannes

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William Ospina
23 de mayo de 2009 - 07:36 a. m.
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LA CIUDAD ESTÁ TOMADA POR EL Festival, por los fanáticos del cine, por los turistas, por el sol de un verano que se ha anticipado un mes completo.

Bajo el cielo muy azul se ven a lo lejos, hacia el norte, los peñascos de Saint Jeanett, las caras de piedra de unas montañas pedregosas con altos pasos de vértigo en las que empiezan, casi desde la Costa Azul, los Alpes franceses; hacia el oeste, las autorrutas que llevan a Marsella; por el este, hacia Niza, colinas y colinas llenas de edificios blancos que miran al mar y de villas campestres con cipreses y muros florecidos, y hacia el sur el mar lleno de yates, que es el fondo favorito de los programas de televisión que todo el día entrevistan a los invitados al Festival.

Clarificada por la luz del Mediterráneo, y rayada de palmeras que debieron llegar hace tiempo de la costa africana, Cannes está llena de gente ávida de fotografiar y de ser fotografiada. Uno no puede saber si ese señor robusto de barba escasa y blanca, lentes oscuros y sombrero italiano es un simple veraneante o un director que lleva a cuestas treinta películas; si esa mujer lujosa y sonriente de gran traje negro que están fotografiando en la plaza es una gran actriz, o sólo la novia del fotógrafo. En Cannes todo se vuelve cinematográfico; la ciudad lleva 62 años rindiéndole honores al cine, y todo el mundo sabe que aquí, a diferencia de Hollywood, el arte pesa un poco más que la industria.

Cuando desfilan por la alfombra roja esas personas a las que se llama, en metáfora astronómica, “las grandes estrellas”, la mayor parte de la gente tiene que resignarse a verlas en las pantallas altas junto a La Croissette, porque para verlas directamente tendrían que haberse situado desde horas antes en la vía, o hacer equilibrio sobre las vallas divisorias de la calle, o sentarse en las barandas, o haber tomado la precaución de comprarse un piso en los edificios de enfrente. Ayer se aglomeraban en este sitio más personas que en toda la semana, porque las celebridades hicieron por fin su aparición para la première de Malditos bastardos, de Quentin Tarentino; Brad Pitt y su esposa, el director, y toda la Vía Láctea de su equipo y sus invitados.

Algo de la atmósfera de un circo de sueños y también de una película en sí misma tiene Cannes. Atrás, junto al mar, están los pabellones de los países participantes, tiendas blancas donde hormiguean delegados y productores, bajo las banderas nacionales, entre las cuales ondea este año la de Colombia.

A la entrada de la gran sala Debussy, donde se están presentando las 20 películas que compiten en la sección especial “Un certain regard” —que podría traducirse como “Otra mirada”— esta tarde flota una música de acordeón vallenato, cálida y apacible.

 Mucha gente se amontona en las distintas filas. Adentro, ya llena la sala, el propio director del Festival presenta a Ciro Guerra y a su equipo. Entre ellos está el protagonista de la película, Marciano Martínez, quien se encarga de reemplazar los discursos por unas notas de acordeón y una canción. Bajo el signo de la Palma de Oro, está sonando un vallenato en el escenario de Cannes. Y Ciro cuenta que Marciano está tocando con mucha voluntad y con gran dolor: acaba de ser operado de una mano.

Los viajes del viento, la película colombiana, es seria, grave, digna, lenta, bella y definitivamente de otro mundo. Si lo que en el Festival quieren es “otra mirada”, aquí la tienen. Más que la historia de un hombre que recorre un país para devolver un acordeón prestado, Los viajes de viento es la larga huella que deja la lealtad sobre la superficie de un mundo. Los paisajes son sublimes, pero arduos y crueles; los personajes insondables pero llenos de intensidad; la trama casi secreta pero memorable y eficaz. Es hermoso que de un país que ha perdido tantas cosas llegue esta historia de seres capaces de cumplir con la palabra empeñada a pesar de todos los obstáculos. Y es valiente de parte de un joven como Ciro Guerra animarse a hacer una obra de arte cinematográfico que está muy lejos de los esquemas comerciales a la moda, un canto a la amistad, a la paciencia y a la generosidad en una época que todos sabemos frívola, presurosa y mezquina.

Al final, un batir de palmas unánime cuando el protagonista toma de nuevo su acordeón y los vientos del valle deleitan por última vez a su público. Pronto se sabrá el resultado, pero desde ahora Ciro Guerra puede sentirse satisfecho: se ha hecho presente de una manera digna y arriesgada; como corresponde a su talento y a su juventud. Ha traído a Cannes el rostro de una región del mundo que para los colombianos mismos resulta misteriosa y desconocida. Y así obtenga o no el premio en la sección “Un certain regard”, no olvidará que estuvo en Cannes en el mismo certamen en el que se disputaban los premios grandes maestros del cine como Alain Resnais, Almodóvar, Tarantino, Amenábar y Lars von Trier, y donde también exhibían sus obras y pasaban por las calles directores legendarios como Francis Ford Coppola y Terry Gilliam.

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