Los Estados Unidos han abandonado su apuesta global y han decidido encerrarse en sus fronteras. No es extraño por ello que su principal competidor, la China, se esté afianzando como el principal aliado de los países que necesitan ayuda internacional.
Primero fueron las alianzas de China con los países de América del Sur, Brasil, Chile y Argentina. Ahora viene el fortalecimiento de las relaciones de China con El Salvador, Costa Rica y Panamá.
Los países suramericanos padecemos de un modo extremo las consecuencias del cambio climático, sin embargo no somos nosotros quienes lo estamos produciendo. La emisión de gases de efecto invernadero en nuestros países poco industrializados es cercana a cero. Y en cambio nuestros bosques y selvas aportan mucho oxígeno y podrían aportar mucho más a la atmósfera planetaria.
Sabemos que son las grandes potencias económicas, y las grandes empresas multinacionales, las que están generando el mal y las que tendrían el deber y la posibilidad de corregirlo. Asombrosamente, los Estados Unidos han asumido la peor posición: siendo el primer contaminador planetario y el primer factor de alteración del clima, se niegan a aceptarlo, y con el actual presidente han reversado su compromiso con los acuerdos, ya insuficientes, del Pacto de París.
Si los países de América Latina queremos aportar seriamente a la lucha contra el cambio climático, y al mismo tiempo fortalecer nuestras economías, una alianza con China resulta inevitable. Pero no una mera alianza comercial o de exportación de materias primas, sino un intercambio claro de recursos naturales por financiación de proyectos de desarrollo, y de alianza geopolítica a cambio de un compromiso serio de China en la lucha contra el cambio climático.
La China parecía empeñada hasta hace poco en controlar sus emisiones de gases y hasta se habló de que Jeremy Rifkin, gran experto en energías limpias, estaba influyendo sobre ellos. Es preocupante saber que no han desmantelado como lo ordenó la ley sus termoeléctricas, que están volviendo al carbón, y que algunos poderes regionales están en conflicto con la política central del Estado.
Se entiende que en su esfuerzo por convertirse en la primera potencia económica del planeta, y por garantizar la prosperidad de una quinta parte de la humanidad, China esté afectando seriamente el clima mundial, como lo hicieron con menos justificación los Estados Unidos y los países de Europa desde hace mucho tiempo. Pero una vez alcanzado cierto nivel de crecimiento, el primer deber de la China es revertir con todas sus fuerzas el cambio climático, convertirse en el líder de ese proceso de salvación del planeta, y ganar así la respetabilidad que requiere como futuro árbitro de la paz mundial.
Nuestros países harían bien en estudiar caminos para esa colaboración. Recibir ayuda para proyectos de desarrollo económico y de paz social, en el contexto de las nuevas prioridades planetarias, a cambio de proteger los bosques, las selvas, los páramos y las aguas, sin los cuales no habrá futuro, y de exigir a la China ir incluso más allá de sus responsabilidades en la lucha contra el cambio climático.
Colombia necesita con urgencia un inmenso proyecto en el escudo del Pacífico, que convierta a Tumaco, Buenaventura y Bahía Solano en ejes de una verdadera modernización, profundamente aliada con el ecosistema, y que les arrebate a las mafias la puerta del Pacífico, y esto sólo puede lograrlo una proyección visionaria de las ciudades, una formalización total de la economía, una política de empleo y de defensa de la naturaleza muy compleja, pero perfectamente posible con los recursos de la época. China puede ayudar a financiar esa transformación histórica de una región clave para el equilibrio natural del planeta, permitiéndonos reducir notablemente la violencia nacida del abandono del Estado, del auge de las mafias, del desamparo de los ciudadanos y de la desprotección escandalosa de la naturaleza en una región riquísima en biodiversidad y en recursos hídricos.
Colombia necesita también con toda urgencia conectar en procesos económicos formales y con redes de infraestructura eficientes el Catatumbo con el Caribe, y conseguir así que esa región tan importante deje de ser una madriguera de los productores de droga aprovechando la postración de los campesinos. Una verdadera política de productividad y empleo puede redimir por fin a una región que se ha ido convirtiendo en el polvorín de todos los conflictos.
Y, finalmente, Colombia requiere la creación de ciudades verdes en la altillanura que sean laboratorios de las posibilidades de lo urbano de cara al futuro, ciudades verdes con parques naturales, movidas por energía solar y eólica, comprometidas con la siembra de selvas enteras, con proyectos culturales que generen profundos vínculos de solidaridad, y con una política de renta básica y de ingreso social para millones de jóvenes que hoy sólo tienen la violencia como única fuente de ingresos, a cambio de actividades de liderazgo social, cultural y ecológico.
Es urgente un rediseño de los paradigmas del desarrollo y una sustitución del ideal del crecimiento por el ideal del equilibrio. Si los Estados Unidos persisten en abandonar su compromiso con el planeta, si se encierran en la búsqueda de su sola prosperidad detrás de murallas físicas y aduaneras, y si la Unión Europea no acaba de entender que la superación del actual clima de inseguridad planetaria, de guerras, migraciones incontrolables, basura mediática e incomunicación hipertecnificada requiere hacer de los países una patria real para sus nacionales, nuestros países, que parecen irrelevantes para enfrentar los grandes males que se ciernen sobre la casa común, tienen que ser capaces, por su conciencia mestiza, y por su importancia, tanto económica como geopolítica, de abrir esa nueva ronda de diálogos planetarios.
Sin enfrentarse a ningún bloque mundial, tienen que aprovechar las circunstancias para buscar, no sólo sus propias soluciones económicas y políticas, sino tener peso por fin con sus propuestas, cuando es inaplazable enfrentar los enormes peligros que amenazan a nuestro planeta.
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