EN MI CASA NO HABÍA LIBROS, PERO en cambio tuvimos todas las canciones.
Desde siempre recuerdo la voz de mi padre cantando, recorriendo en sus letras los rincones del idioma y del continente, y como las canciones son la memoria acumulada de una cultura, ese cuerpo de versos que la guitarra alargaba “por los caminos del viento”, fue la primera enciclopedia con que desciframos el mundo. Recordar, decían los antiguos, es volver a pasar las cosas por el corazón, y nada pasa tanto por el corazón como las canciones.
Antes de los diez años, a escondidas, porque su padre se lo había prohibido, tomó la guitarra que estaba siempre colgada junto a la cama paterna, y aprendió por su cuenta. Es un buen ejemplo de las virtudes pedagógicas de la prohibición. También sus hermanos: Eustacio, Juan, José, Libardo, aprendieron así. Una fotografía sepia, dibujada por la última luz de los años treinta, muestra a cuatro de ellos con sus guitarras: ya don Juan de la Cruz les había perdonado la decisión laboriosa de seguirle los pasos.
Con Libardo, su hermano menor, formó un dueto que tuvo su fama bajo las araucarias de Villahermosa. Tenía diez años y su hermano nueve, les quedarían grandes las guitarras, pero parados en una mesa del café de la plaza, los sábados, cantaban desde media tarde hasta media noche todas las canciones heredadas y las que les traían del mundo los tíos Ospina y los primos Carvajal, que también cantaban. El cantinero servía ron y aguardiente amarillo al mismo ritmo para los clientes y para los pequeños cantores; los bebedores no paraban de pedir canciones, y nadie sabía la clave de la asombrosa resistencia etílica de aquellos niños: un trato secreto con el cantinero para que les sirviera sólo agua con miel. El café cerraba al fin, pero la noche quedaba abierta, y seguidos por medio pueblo le daban serenatas al otro medio hasta el amanecer.
Tenía veinte años cuando un médico recién llegado de Bogotá oyó cantar entre los cafetales y le pidió que subiera al camino. Le preguntó por qué, con esa voz, se dedicaba a recoger café, y le propuso un trato: si le enseñaba a tocar la guitarra, él, a su vez, le enseñaría medicina. Así empezó una amistad entrañable que le cambió la vida, lo convirtió en enfermero y farmaceuta, y le permitió dedicar sus años a servir a su tierra. El médico era Miguel Navarro Uribe, que combatió la malaria en el llano por décadas, y que a veces llegaba a nuestra casa de nómadas en Padua, en Fresno, en Cali, con Ricardo Murillo, con Amador López, con guitarras y tiples y bandolas, y armaban fiestas de tres días para no olvidar sus fiestas de los años cuarenta, en Villahermosa, cuando se despedían para nunca volver, y los amigos los acompañaban hasta una fonda en las afueras, y allí entonaban canciones de ausencia, brindando entre abrazos, y a media noche mejor se devolvían todos para el pueblo. Hace dos años estaba yo en París cuando recibí la noticia de que había muerto Miguel Navarro, a quien visitábamos a veces en Villavicencio, y arrojé en su memoria un ramo de rosas al río.
Mi madre tenía doce años cuando lo oyó cantar, y lo recordó desde entonces. Años después, cuando se conocieron, él no tenía más que unas canciones, pero le bastaron para conquistarla. Después vinieron años sombríos, y siempre lo salvaban del peligro a veces la farmacia y a veces la guitarra. Un día, en el Quindío, dos amigos suyos se enfrentaron a una banda que quería matarlo por ser liberal, y después lo acompañaron hasta su casa lejana, cabalgando los tres por la noche cerrada. Una noche, en Padua, Jorge Villegas, su vecino del partido contrario, nos escondió en su casa cuando bajaban los verdugos matando liberales por el pueblo. Si algo recuerdo de niño, además del rumor de las cuerdas, es a mi padre en la alta noche hirviendo las jeringas en su caja de metal, el rostro azul por la luz del alcohol, para irse a los campos, solo en la oscuridad, a atender sus enfermos. Una de esas noches, por una carretera de niebla, una sombra se desprendió de un barranco y se acercó: “Don Luis, —le dijo— devuélvase que lo están esperando para matarlo”. Era el propio jefe de los bandidos, que tenía ya la orden de algún directorio, pero a quien él había curado de alguna herida.
La violencia nos llevaba sin cesar de un pueblo a otro y los niños crecimos pensando que le habíamos dado la vuelta al mundo. Cuando por fin pudimos examinar el mapa, no habíamos hecho más que dar vueltas alrededor del nevado del Ruiz. Éramos gente muy rica: aunque no hubiera muebles nunca faltó en la casa la guitarra. Y cada veinte años llegaba otra aunque la anterior siguiera intacta y llena de canciones.
Alguna vez visitamos a los padres de mi amigo Fernando Herrera en Medellín. “Será más puro el cielo, más fresco el aire, más tibio el sol… Los pájaros de monte imitarán tu voz”. Mi padre cantaba: pasillos, zambas, boleros, y después algún tango. Don Santiago Herrera le dijo: “Todo lo canta demasiado bien, pero ya veo que le gusta más cantar pasillos colombianos que tangos. Y lo entiendo. Porque para entregarse a los tangos hay que estar despechado, y a usted —añadió, mirando de reojo a mi madre— se le nota que lo han querido mucho”.
Aquí está, con nosotros. Estamos celebrando sus noventa años de vida, sus ochenta años de canciones. Pasó cantando por los buenos tiempos de Colombia y ha salvado cantando los años atroces. Y siempre pienso en él cuando recuerdo aquellos versos de Leopoldo Lugones: “Que nuestra tierra quiera salvarnos del olvido / por estos cuatro siglos que en ella hemos servido”.