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Rubén Darío Lotero me ha llamado para darme la noticia de la muerte de Stella.
La partida de alguien que vivió con tanta plenitud, de muerte humana y rodeada del cariño de todos los suyos, es en estos tiempos casi una dulce noticia, y a ella le habría gustado que la recibiéramos así. Siempre sintió la muerte como algo natural, y recuerdo el modo como me contó la muerte apacible de su madre, a quien ella acompañaba en las noches. “Fue una muerte muy bella”, me dijo. Al enterarme de su ausencia, lo primero que vino a mi mente fue el momento en que la conocí. Yo había sido invitado a dar un seminario sobre los momentos fundamentales de la poesía en lengua castellana, en el Festival Internacional de Poesía de Medellín, en 1999. Me proponía hablar de la hospitalidad de nuestra lengua, de cómo se ha enriquecido siempre en contacto con otras, desde cuando convivió siete siglos con la algarabía en la Península Ibérica (la algarabía es el nombre de la lengua árabe), de cómo aprendió el modo itálico cuando España era también Italia y Flandes, de lo que recibió de las lenguas nativas de América, de las músicas francesas que entraron en su caudal con la aventura de los modernistas, de las cosas que han entrado en nuestra lengua al contacto con el inglés de Poe y de Whitman, del alemán de Heine y de Goethe, y del modo como se fortalece en el diálogo babilónico del presente.
Eran tiempos tensos de violencia en Medellín, y en la Universidad de Antioquia se respiraba un clima de angustia. Alguien interrumpió con aspereza la primera sesión en la universidad y el hecho me hizo desistir de dictar el curso. Entonces apareció Stella García. Me dijo que había un grupo de personas interesadas en el seminario, que se habían inscrito con cierta anticipación y que lamentarían interrumpir una exploración apenas comenzada. Algo en el tono de su voz, en la sinceridad de su interés, en la seguridad de sus gestos, me convenció de que había que dictar aquel curso, que fue para mí durante varios días una experiencia gratísima, no sólo por el tema, sino por el entusiasmo de los asistentes.
Pero lo que estaba comenzando era una de las grandes amistades de mi vida. Conocer a Stella García fue para mí encontrar una lectora exquisita, pero también frecuentar el costado más afectuoso y hospitalario de la cultura antioqueña. Me conmovió su pasión por la amistad, su conciencia de que estamos aquí por breve tiempo y de que todas las cosas que hacemos tienen por ello la misma importancia.
Hizo de la lectura parte necesaria y feliz de su vida, hizo de la conversación, en el recursivo lenguaje de su tierra, una fiesta apasionante, pero para ella la gastronomía, los viajes, los encuentros culturales, eran una manera de vivir rica en sensibilidad, inteligencia y buen gusto, siempre arraigada en un territorio y en sus tradiciones.
Marina, su gran amiga, me ha dicho que Stella no se definía a sí misma como una buena lectora, sino como “una lectora sabrosita”, y esa frase tan antioqueña no es para leer, es para oír. No era sólo lectora, era la pasión por el lenguaje, y ahora, cuando intento remover el caudal de los recuerdos, evocar las imágenes que ya serán ella para siempre, lo que más nítidamente me llega es su manera de hablar, usando el vocabulario de su tierra con gustosa espontaneidad, deleitándose con cada palabra.
Cuántas veces recorrimos en esta década las tierras de Antioquia, cuántas veces vimos la inmensa ciudad de Medellín allá abajo, desde el sol de las sierras, mientras hablábamos de Borges y de García Márquez, de Mejía Vallejo y de José Manuel Arango. Desde cuando la conocí se volvió una costumbre hablarle de mis planes literarios: me gustaban a la vez su pasión y su franqueza. No teorizaba sobre literatura, expresaba con libertad y con gracia todas sus opiniones.
Le debo tanto a Stella, que ni siquiera sé cómo decirlo. Su familia, Anita, Pedro, sus otros hijos, su esposo, sus hermanos, sus fieles contertulios, saben que a veces la llamaba por teléfono a leerle páginas enteras de mis ensayos y de mis novelas, páginas que acababa de escribir. Nada es más grato que poder hablar de la literatura sin supersticiones ni imposturas. En mi casa la sentíamos parte de nuestra familia. Para mi madre fue una gran amiga, sé que su muerte le duele tanto como a mí, y me ha costado consolarla por no haberla podido visitar en los últimos tiempos.
En los meses finales, su enfermedad la redujo casi a la quietud. Ella, uno de los seres más vitales que he conocido, llena de gracia y de iniciativa, se fue inmovilizando y quedando en silencio. Lo que más me sorprendió en mis visitas fue su serenidad. Como era creyente, aceptaba con una suerte de sabiduría bíblica su lento retiro del mundo. No hace dos meses fuimos a verla con José Raúl Jaramillo, con Rubén Darío Lotero, con Mario Correa, con Nohra Ceballos. Casi no hablaba ya, pero sus ojos se habían ido haciendo más grandes, eran otra vez los ojos de una niña, y miraban con resignada sabiduría. Seguía en ellos la intensidad de la lucidez, y cuando alguien le preguntó qué pensaba de su estado, su firme respuesta fue: “Dios verá”. Hubo algo misterioso y poderoso en Stella, algo que atraía a los demás a su alrededor, que daba ganas de verla, de escucharla, de viajar con ella. Ha sido hermoso verla vivir. Con los días, con los años, vendrán recuerdos que nos revelarán, en la luz retrospectiva de la memoria, nuevos secretos de aquella amistad. Stella, yo no te despido, yo espero hablar contigo hasta el último día.
