Siempre me he preguntado por qué Miguel Antonio Caro es tan buen traductor y tan modesto creador, y me digo que en esto se esconde el secreto de una relación con el mundo. Caro toma muy en serio el mundo helénico donde ocurren los hechos de la Eneida, el libro que tradujo de un modo admirable, y también el mundo latino en que esos hechos se relatan, porque esa para él es la realidad verdadera; en cambio, no toma tan en serio la realidad de su mundo físico y de su propio tiempo.
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Más bien cree sinceramente que su país debe ser una réplica de ese mundo clásico que tanto admira, y en eso se parece al clero de su tiempo, para el que vivir en el mundo real es un accidente, porque el mundo verdadero es la grandeza de Europa, las convulsiones de su historia, la nave de la cultura cristiana de Occidente.
No viven en el mundo, viven solo en la lengua; pero el gran desafío de la historia es vivir en la lengua en diálogo con el mundo, creyendo en él. Aquí lucharon siempre con el mundo: había que domesticarlo, transformarlo, convertirlo en Europa, civilizarlo, cristianizarlo, modernizarlo. Y no podían impedirse obrar así, porque para ellos la realidad del mundo que les parecía civilizado era irrenunciable; su prestigio, indudable; su superioridad, indiscutible.
Convertir a América en Europa fue la tarea descomunal que se propusieron; para ello, con respeto, con admiración, sin advertirlo, deformaron la idea de Europa y desgarraron a América.
Era temprano para oír el grito de Kafka: “En tu lucha con el mundo, apoya al mundo”. América merecía su propio rumbo de civilización, y para ello había que tener en cuenta a Europa como uno de sus fundamentos, pero también al Asia, de donde procedían los primeros pobladores, y al África, que llegó con Europa. Pero principalmente había que atender e interrogar a la propia América, a lo verdaderamente nativo, que estaba en la realidad física, en lo que más tendemos a llamar el mundo: los suelos, las aguas, los climas, la vegetación, la fauna, los grandes sistemas geográficos y el modo como tuvieron que interactuar con ese mundo los inmigrantes a lo largo de miles de años.
Los mundos dakota, inuit, sioux, azteca, maya, muisca, tahino, desana, inca, guaraní, no podían ser tratados como vestigios de un mundo abolido, porque no estaban solo en las piedras de sus ciudades y sus templos, en la orfebrería o en la alfarería, sino en el espíritu de sus comunidades, en sus lenguas, sus mitos y sus cosmovisiones. El intento por desarraigar los bosques de símbolos y sembrarlos de nuevo en el humus de una realidad distinta solo puede dar como resultado una hibridación que nunca repetirá ni el mundo que había ni el que llegó.
La gran fusión se dio, la más grande y compleja fusión de la historia, pero el resultado no sería hacer crecer a Europa en la ceniza del mundo nuevo, sino hacer brotar un nuevo bosque de símbolos cuyas correspondencias tendríamos que reconocer, descifrar y expresar con los siglos. Lo había dicho Baudelaire, un poeta al que Caro no sabría leer porque era demasiado moderno: “La naturaleza es un templo cuyas columnas vivientes / dejan salir a veces confusas palabras; / por allí pasa el hombre atravesando florestas de símbolos, / que lo observan con una mirada familiar”.
Caro, como tantos otros en todo el continente, hijo espiritual de Roma en su doble perfil pagano y cristiano, era un abnegado descendiente de los conquistadores, y se esmeraba por seguir sembrando la semilla de Europa en el suelo calcinado de lo que había sido América. Nada debía causarle más mortificación que los caimanes y los indios. No podemos decir que se comportara como un cura católico, porque un cura era Juan de Castellanos y sin embargo fue capaz de ver el continente. Caro solo era capaz de ver el contenido, y éste, en el ámbito de la cultura, parecía ser solo el precioso conjunto de creencias y de sueños, el cristal talismánico de la lengua latina, el camino del espíritu hacia la bienaventurada ciudad de Dios.
Podemos dedicarle los primeros versos de su propia traducción de Virgilio: “Canto asunto marcial, al héroe canto / que de Troya lanzado a Italia vino, / que ora en mar, ora en tierra, sufrió tanto / de Juno rencorosa y del destino, / que en guerras luego padeció quebranto, / conquistador en su país latino, / hasta fundar al fin, con alto ejemplo, / muro a sus armas y a sus dioses templo”.
Es la tragedia del gramático: mirar con miedo esa frontera en que la lengua deja de ser de mármol y se hace de viento, ese contorno en que la lengua se desgarra y se hace porosa para asimilar el mundo en que actúa, para dialogar con él y para dejarse modificar por él. En tiempos de Caro la lengua lo estaba haciendo de un modo más activo que nunca. Al beber el soplo doliente y festivo del Caribe se convertía en la lección de Martí y de Gutiérrez Nájera; en los puertos de Venezuela, al contacto con el inglés y el alemán, se convertía en las músicas y las ironías de Pérez Bonalde, hijas de Poe y de Heine; en Montevideo y en Buenos Aires, oyendo por las calles la Babel planetaria, se convertía en los jardines verlenianos de Julio Herrera y en el laboratorio de experimentos verbales de Leopoldo Lugones; en la propia Bogotá, respiraba brevemente en el alma musical de José Asunción Silva; y junto a los volcanes de Nicaragua se transformaba en el rumor sinfónico de Rubén Darío.
Caro se encerró en su taller, con la lengua de Virgilio amonedada por él en lengua castellana, y se dispuso a emprender su obra inmortal: construir el cántaro de bronce que contendría a Colombia, pero lo hizo como el gramático que no alcanza a ser poeta; no del modo liberador como Darío y Martí estaban acogiendo la modernidad, sino del modo normativo y ciego con que el espíritu conquistador luchaba con el mundo apoyándose solo a sí mismo.
Por eso no pudo hacer un poema, como Dante, sino apenas una Constitución: la Constitución que contuvo a Colombia en el molde del siglo XIX, permitiéndole vivir pero incapaz de liberar sus fuerzas creadoras, porque era apenas la expresión de un mundo que se negaba a aceptarse plenamente: su memoria indígena, la sensualidad, el colorido y el ritmo de su memoria africana, y esta naturaleza que había deslumbrado a Humboldt, sus complejas regiones que querían pegar un grito pero tenían que bajar la voz.
Así se consumó una tragedia de la que Caro no fue el inventor sino apenas el vocero: la de esta región que a pesar de su tremenda complejidad americana seguía más tiranizada que ninguna por el deseo de ser Europa, por el colonialismo intelectual y estético. Lo que haría de Colombia un país postrado en la veneración de los mundos remotos, y del colombiano el ser menos capaz de apreciarse a sí mismo y, por ello, de entenderse con sus semejantes.