Ni el dios Estado ni el dios mercado

William Ospina
16 de julio de 2017 - 02:00 a. m.

Después de la caída de la Unión Soviética, García Márquez le dijo a Fidel Castro que sólo ahora Cuba era verdaderamente libre. A Fidel no le gustó mucho esa afirmación, porque suponía admitir aquella dependencia, pero al final aceptó que Gabo tenía razón.

Es evidente que a Cuba le ha tocado pagar muy cara su independencia, y ahora Venezuela está pagando cara la suya, con una situación que cada día se hace más insostenible. El presidente Maduro ha dicho que si se ve atacado a sangre y fuego se defenderá a sangre y fuego, y ello significa que todo desembocaría en una guerra civil. La situación es trágica.

Cuba y Venezuela son regímenes populares imperfectos asediados por un enemigo implacable: el neoliberalismo mundial, que se opone a la intervención del Estado en la economía y que exige que el bienestar ciudadano esté subordinado a las leyes del mercado. En los países manejados por el neoliberalismo, la salud, la educación, la seguridad social son negocios privados muy rentables pero deficientes y costosos para el ciudadano; en Cuba y en Venezuela el Estado se preocupa de verdad por la salud, la educación, las pensiones, pero la empresa privada está seriamente limitada.

El socialismo verdadero, una alianza real de la justicia distributiva y la libertad individual con lo que llamaba Borges “un severo mínimo de gobierno”, no ha sido inventado todavía. Los actuales socialismos autoritarios no se van a sostener, pero bajo la presión de las circunstancias actuales los Estados plutocráticos e insensibles tampoco tienen futuro. Mientras tanto, la única manera de evitar unas guerras locales que nada pueden resolver es la libre competencia democrática. El tema es global y se resolverá globalmente: la confrontación, cada vez más aguda, entre el neoliberalismo mezquino y depredador y el interés general.

Tal vez de algo sirva el ejemplo argentino. Desde cuando Juan Domingo Perón hizo sentir que el pueblo argentino también tenía derecho a ser dueño de las riquezas de su país, y después de una sucesión violenta de guerrillas y dictaduras militares, en Argentina se han sucedido en el poder posiciones radicalmente enfrentadas. Gracias a la educación y a la fuerte politización de la sociedad todos saben que aferrarse al poder es inútil, que al poder hay que llegar en hombros de la gente y aceptando la existencia de una oposición denodada y activa.

Nuestros países tienen tantos problemas que es inevitable una fuerte oposición a toda política. Pero no todo hay que hacerlo desde el Estado. El chavismo es un proyecto lúcido y generoso que enfrenta el peligro de derivar en un proyecto autoritario y excluyente, justo cuando debería ser toda la América Latina la que diera un viraje hacia una democracia más diversa y compleja. Pero es que el ejercicio del poder embriaga y alimenta vanas ilusiones. Se mira al Estado como un fin y no como un instrumento, y eso es letal para los altos propósitos civilizados, porque todo aquel que idealiza al Estado y se enamora del poder abandona el espíritu de aventura creadora que requiere toda sana política.

Una de las veces en que tuve la oportunidad de conversar con Fidel Castro, el comandante me dijo: “Es que se nos han envejecido las instituciones”. “Pues tienes que remozarlas” le respondí, “con esa juventud que tienes”. “¿Qué quieres decir?”, me dijo con expresiva curiosidad. “Que yo te veo muy joven”, le contesté sinceramente. Ahora sé que lo que habría debido decirle es que había en Cuba una juventud solidaria con la revolución pero ávida de iniciativa a la que había que permitirle reinventar el modelo, y que él mismo, crítico y lúcido como era, podía acompañar un esfuerzo por renovar la rebeldía contra un capitalismo cada vez más inhumano, pero también contra un esquematismo controlador y burocrático que le corta las alas a la imaginación.

¿Por qué temerle tanto a la contaminación del capitalismo, a sus televisores y a su internet, si nadie tiene alternativas frente a esas cosas? Muchos que crecimos expuestos a la televisión, al consumismo y a las tentaciones del lucro, somos tanto o más críticos que ellos frente a la inhumanidad y la irracionalidad depredadora del capitalismo.

Hace poco dije que el presidente Maduro debería liberar a los presos políticos, revocar la inhabilidad de los dirigentes opositores, y convocar a elecciones normales, de esas que el chavismo siempre apreció cuando podía ganarlas con facilidad. También le sugerí que no le tuviera miedo a una derrota electoral que bien puede ser transitoria. Una derrota honrosa vale mucho más que una victoria indigna a los ojos de un pueblo que entiende lo que pasa. En Venezuela mucha gente sabe que la crisis actual se debe menos al chavismo que a la manipulación adversa de los precios del petróleo y a un desabastecimiento programado del que se acusa al chavismo aunque es a quien menos le conviene.

Ahora han enviado a prisión domiciliaria a Leopoldo López pero habría sido más inteligente dejarlo en libertad sin condiciones, lo mismo que a todos los prisioneros por razones políticas. Un opositor en la cárcel es un mártir, y ya es hora de entender que la cárcel, ese invento maligno, que no resuelve nada y que a veces lo empeora todo, no será nunca el instrumento de una buena política.

Las armas sólo conducen a una extenuante degradación moral de la sociedad, como ha ocurrido en Colombia en los últimos 50 años. Convertido en una oposición callejera pacífica, apasionada e imaginativa, el chavismo podría recordarle a Venezuela todo lo que hizo por el pueblo mientras fue posible, en vez de estar gerenciando la bancarrota que produjeron los precios del petróleo y la conjura de los empresarios. Entonces ocurrirá lo que en Argentina: será el pueblo el que pueda medir la verdad de unos y de otros, y superar las deformaciones de la percepción o de la información.

Yo sé que Cuba necesita de Venezuela, pero para ello es preciso que Venezuela exista. Cuba puede hoy negociar una mejora de su situación económica permitiendo la aparición de nuevas iniciativas de la comunidad y sin negociar jamás la protección social ni la cobertura educativa. Que una nueva generación de cubanos, muchos de ellos agradecidos con la revolución, tengan agenda propia, y que el chavismo aprenda del peronismo el arte democrático de irse para regresar, porque hay maneras de irse que ya no permiten volver.

 

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