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William Ospina
20 de octubre de 2024 - 05:05 a. m.
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Más grave que no tener poder es no saber qué poder se tiene, ni cómo utilizarlo. Tal vez ya es tarde para que Gustavo Petro comprenda que el cambio que sinceramente busca no se hace por los caminos que ha escogido. De seguir como va, y ya se está viendo, terminará actuando como Uribe en lo militar, como Pastrana en los asuntos de la paz y como Turbay en la política. Porque si uno no cambia al país, el país lo cambia a uno.

Por lo pronto ya hay tres gobiernos: el de Laura Sarabia, que hace lo que puede en los asuntos administrativos y que es, sin proyecto político definible, quien no permite que el gobierno se hunda; el de Petro, que consiste en hablar en público y callar en privado; y el de Cristo, que le está ayudando a Petro a sobreaguar en los pantanos de la politiquería, aspirando a que la antorcha del petrismo pase finalmente a la casa Santos, como lo ordena la tradición republicana.

El nuevo premio Nobel de economía, James A. Robinson, hizo hace diez años un diagnóstico bastante acertado de la realidad colombiana, mostrando que aquí la política ha funcionado por décadas como una mafia de cacicazgos locales que sostiene a una casta central de políticos manipuladores, que a su vez asegura el poder de unas élites monopólicas. Mostró que el estado de Derecho es aquí el maquillaje de unos poderes corruptos, y advirtió que ni Uribe ni Santos, a pesar de haber hecho esfuerzos por cambiar las cosas, fueron capaces de escapar al relativismo moral que justifica la trampa y la traición, la convivencia con los peores vicios de una tradición violenta y corrupta. No alcanzó a advertir que esos voceros de la política tradicional hundirían a Colombia en una nueva polarización como la que en los años 40 y 50 condenó al país al odio y al atraso. Solo se vive de verdad, decía León de Greiff, “lejos de Santanderes y de Bolívares”.

Petro tenía que tener la grandeza de escapar a esa tradición de marrullas y de resentimientos, de oratoria vacía y de conspiraciones de aldea que Gonzalo España describió y calificó brillantemente en su novela “Odios fríos”. Pero la falta de un proyecto coherente, al que intenta reemplazar con arengas cada vez más improvisadas, lo está obligando a convertirse en más de lo mismo. Sus partidarios, que lo sostienen con una solidaridad ejemplar, que agrandan sus aciertos y cierran los ojos ante sus extravíos, porque la esperanza es lo último que se pierde, se empeñan en creer que este gobierno está acertando en todo, y cuando comprenden que en dos años largos el gobierno ha gastado casi mil billones de presupuesto en hacer lo que todos hicieron, y no en obrar cambios profundos en nada, optan por declarar que cuatro años son muy poco, que Petro necesita otros cuatro.

Robinson también ha dicho en alguna parte que es un escándalo que no haya una autopista que nos conecte con Quibdó, y que en Colombia más de medio país no está gobernado. Todas esas son claves que un gobierno transformador debería tener en sus radares desde el primer día.

Yo no he perdido del todo la esperanza de que Petro sea digno de la confianza que medio país indignado depositó en él y se anime a emprender los cambios grandes que Colombia desesperadamente necesita, pero como todo parece indicar que no lo hará, que se va a conformar con sus arengas de agitador callejero mientras Laura administra y Cristo empieza a padecer, creo que Colombia debe empezar a pensar en serio lo que tiene que hacer para escapar al círculo maldito del eterno retorno de lo mismo: esta discordia inútil de la que se alimentan los políticos y las mafias, y que el resto del país paga con resignación y con desaliento. Pero por desgracia aquí el debate electoral nunca gira sobre qué es lo que hay que hacer en el territorio sino sobre a quién hay que sentar en la silla.

El debate sobre el proyecto nacional es cada vez más urgente: no es solo que no haya una autopista a Quibdó, es que ni siquiera hay una vía completa de doble calzada entre las dos principales ciudades del país. Es que la mitad de la gente vive con menos de 600 mil pesos mensuales y eso no se corrige con subsidios. Es que el sector productivo nacional es tan exiguo que da vergüenza, hasta el punto de que un célebre mafioso se animó a exclamar: “¡Qué pobres son los ricos de Colombia!”. Y Colombia podría añadir: “¡Qué pobres, sobre todo de espíritu!”.

El gobierno mexicano se dispone a inaugurar el nuevo corredor interoceánico que ha estado adaptando en seis años en el istmo de Tehuantepec; Colombia no ha sido capaz de hacer en cien años el canal que comunique por el Chocó al Pacífico con el Caribe. Peor aún, nuestros políticos del siglo XIX maquinaron todo lo posible por que no se hiciera el canal de Panamá, hasta que todo terminó en la separación del istmo y la construcción del canal ya sin la participación de nuestro país. Y hoy el solo canal de Panamá produce 5 mil millones de dólares al año.

Los políticos colombianos son una extraña peste. Condenan al país a que solo produzca centavos y al final esos centavos se los comen ellos. Los congresistas ganan más de 40 millones al mes en un país donde la mitad de la gente gana menos de 600 mil pesos. Y este Estado prepotente que no desarrolla la economía, que no emprende la tarea de estimular y propiciar una poderosa economía productiva, que estrangula con impuestos y reformas tributarias y peajes y comparendos a una clase media abnegada pero pasiva, ese Estado que lo devora todo, no gobierna en medio país.

¿Qué podrá decir el hombre pobre que vende dulces en una esquina y que no tiene qué comer, cuando le oye decir a Petro que él sí es el presidente, pero que no lo dejan hacer nada? Tal vez dirá, como decían los abuelos: que al mal trabajador, ninguna herramienta le sirve.

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