Los políticos le están haciendo creer a Gustavo Petro que le van a ayudar a cambiar el país, pero los políticos nunca podrán corregir los males de Colombia, porque ellos son el principal mal de Colombia.
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Son ambiciosos, egoístas, mezquinos. Se hacen elegir para llevar una vida de reyes; no hay rey en el mundo que necesite tantas escoltas, tantos asesores, tantos privilegios. ¿Y para qué? Para llenar de leyes un país que no cree en las leyes y donde ninguna ley se cumple, y menos si es buena.
Pero aquí siguen haciéndonos creer que lo que se necesita son leyes, y que por eso hay que tratar como a dioses a los que las proponen, las discuten, las enredan, las utilizan como instrumentos de presión y finalmente las traicionan.
¿Pero por qué, si en tantos países funcionan las leyes, aquí no funcionan? Porque en otros países las leyes interpretan las necesidades de la gente, y aquí están hechas para abusar de la gente, para maniatarla, para estorbarle.
¿Alguien conoce una ley que ayude a hacer empresa, que facilite las iniciativas, que genere esperanzas en los ciudadanos? Aquí las leyes están hechas para decirnos todo lo que no podemos hacer y hasta para explicarnos por qué no podemos hacerlo.
Aquí la ley siempre vio al ciudadano como un enemigo. Y el Estado es un aparato que no facilita el trabajo, pero exprime al que trabaja; que no facilita la empresa, pero exprime al empresario; que nunca cumple sus deberes, pero descarga la culpa en los ciudadanos.
Por ejemplo: el deber del Estado es hacer que se pueda transitar por las ciudades, planificando, haciendo vías, diseñando y controlando la circulación, educando al ciudadano, creando un eficaz transporte público. Nuestro Estado no planifica, no prevé, no controla, no diseña, y cuando al final la ciudad es un caos paralizante, inventa el “pico y placa”, prohíbe circular, convierte su propia ineficiencia en una culpa de la ciudadanía, en un negocio, y a repartir comparendos se dijo.
¿Y por qué no le alcanza el presupuesto para hacer vías, para hacer el gran cinturón periférico que tienen todas las grandes ciudades, para hacer las altas avenidas longitudinales que Bogotá necesita? Porque toda la plata se gasta en el funcionamiento del Estado, es decir, en burocracia. En esa burocracia que dicta leyes y que las administra, en esa burocracia que garantiza que nada cambie, en esa que nunca corrige los males, pero sabe convertirlos en una fuente de ingresos para un Estado insaciable.
¿Y por qué necesitamos tanta burocracia, tantos funcionarios que no funcionan, tantos contralores que no controlan, tantos procuradores que no procuran, tantas corbatas que nos ahorcan? Porque el Estado es la principal fuente de empleos del país, un banco de empleos que no producen nada, sino que solamente gastan.
¿Y por qué? Porque no ponemos la tierra a producir ni la fuerza de trabajo a crear: más bien destruimos la agricultura y debilitamos la industria, para que el país sobreviva a duras penas de vender sus piedras y sus metales, su carbón y su petróleo. Viviendo solo de lo que hizo Dios porque nosotros no hacemos nada.
A eso se reduce el trabajo de los políticos, que vale poco pero cuesta mucho, y que tiene al país paralizado no solo en la improductividad, en la desesperanza, en el rebusque, sino también en la discordia.
Porque sí hay una cosa que saben sembrar los políticos, y es discordia. Primero se agarraron de Santander y de Bolívar, los convirtieron injustamente en símbolos de dos cosas nefastas, el legalismo y el militarismo. Volvieron la ley y la trampa una misma cosa, y volvieron las armas del país contra el país.
Después crearon discordia entre el federalismo y el centralismo. El centralismo borraba el territorio, el federalismo lo volvía pedazos. En vez de buscar una síntesis creativa había que alentar una discordia, y enseguida una guerra.
Tampoco podía haber una alianza entre producir lo que necesitamos o importar: era lo uno o lo otro, alguien tenía que perder. Subían los políticos amigos del proteccionismo y arruinaban el comercio, subían los políticos amigos del libre cambio y arruinaban la producción. Pero en realidad no se preocupaban por la protección o por el libre cambio, esas eran las banderas. Se preocupaban por utilizar esas banderas para apoderarse del Estado, y a repartir puestos se dijo.
Por eso la política es tan feroz: porque se están peleando los puestos, el banco de empleos, el botín del Estado. En los viejos tiempos los políticos administraban odio y poder, pero se daban el lujo, como Suárez, como Lleras, de salir pobres de la presidencia. Ahora no, ahora se lo embolsillan todo.
Por eso para cambiar el país hay que enfrentar a los políticos, no aliarse con ellos; hay que adelgazar al Estado; hay que cortar con la corrupción, no hacer componendas con ella para dictar nuevas leyes que tampoco se aplicarán; hay que liberar recursos de donde se los están robando, no poniéndole un nuevo nudo a la soga de los impuestos de una sociedad anémica y extenuada.
Este es un Estado corrupto, irresponsable y extorsionista. Necesitamos uno austero, que le facilite las cosas al ciudadano, que de verdad estimule la productividad. Pero el principal obstáculo para ello son los políticos: la corrupción, la burocracia y el legalismo tramposo.
Transar con los políticos y con su hipocresía, es seguir aplazando las esperanzas del pueblo. Y la esperanza es lo único con lo que no se puede traficar: es peligroso.