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Otras maneras de sumar

William Ospina

06 de marzo de 2011 - 01:00 a. m.

POCAS VECES EN NUESTRA HISTORIA los colombianos hemos vivido con tanta nitidez un cambio de estilo en la manera de gobernar al país, y pocas veces hemos podido comprobar de qué manera el estilo de los gobernantes afecta la manera de vivir de cada ciudadano.

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Hasta hace seis meses Colombia vivía en permanente crispación, en el sentimiento angustioso de estar atascada en una guerra que ni acababa nunca, ni permitía al país despegar en ninguna dirección. Todo eran alarmas, extras noticiosos, conflictos, alertas alrededor de la conflictiva situación interna, pero también estábamos cada día al borde del conflicto internacional, siempre rompiendo con nuestros vecinos, sintiéndonos por primera vez en nuestra historia como un país con todas sus fronteras en llamas.

Nadie puede negar el conflicto que vivimos, la amenaza que siguen representando las guerrillas, el renacer con cambio de sigla del paramilitarismo, la grave situación de inseguridad que se vive en las ciudades, los muchos males de una sociedad tan llena de injusticias, pero no ayudaba a resolver esas cosas un gobierno que, además de alentar y tolerar graves prácticas delictivas y conductas éticamente discutibles, se dedicaba a alimentar la crispación general, a gerenciar el miedo, como dicen ahora los filósofos, tratando de hacernos creer que esas prácticas oscuras nos salvaban cada día de miles de amenazas.

A pesar de la impaciencia necesaria de una parte de la opinión, el cambio de estilo de gobierno ya es algo saludable en medio de esta edad neurótica y estridente, contaminada y decadente. No basta aparecer todo el día en la televisión, ni mantener a la ciudadanía pendiente de las histerias del gobernante, para estar de verdad gobernando. En pocas semanas el nuevo gobierno normalizó, sobre la base del respeto y de la convivencia, las relaciones con los vecinos, declaró su voluntad de enfrentar el escándalo del robo de tierras de las últimas décadas, declaró su voluntad de adelantar una política de reparación a las víctimas de la violencia, ha normalizado la relación del Ejecutivo con las Cortes, ha manejado con prudencia y sin desprecio por los trabajadores algunos problemas laborales, se ha negado a persistir en las arbitrariedades previas y parece querer responder a desafíos largo tiempo aplazados por nuestro país.

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Un invierno calamitoso ha puesto a prueba su capacidad de reaccionar ante las dificultades y lo ha obligado a reorientar sus programas para atender el desastre, pero hasta en eso el Gobierno ha sabido maniobrar con destreza y parece decidido a aprovechar la emergencia para emprender un proceso de reconstrucción del país no sólo golpeado por la emergencia invernal, sino amenazado por nuevas oleadas de un invierno que no termina.

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Pero es necesario recordar que la principal tragedia que ha vivido Colombia no es el invierno de los últimos meses, sino el conflicto de las últimas décadas. Que las múltiples cabezas de esa hidra: la guerrilla, el secuestro, el terror, el paramilitarismo, el robo de tierras, el desplazamiento, las desapariciones, el abandono de vastas comunidades humanas, la crisis educativa, la crisis de convivencia, la violencia intrafamiliar, la inseguridad, la corrupción, el horrible ejemplo de sectores destacados de la sociedad y del Estado tolerando y estimulando respuestas criminales a los problemas, todas esas cosas han creado una situación de crisis social que requiere respuestas complejas, generosas y profundas.

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Sería un grave error caer en la ilusión de que el único mal del país es el desastre invernal, y no aprovechar los recursos y las oportunidades para reconstruir no sólo la infraestructura y la red de vías, sino también el tejido deteriorado de la convivencia, todo lo que atenta contra la posibilidad de una verdadera democracia moderna en nuestro país.

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Necesitamos por supuesto carreteras y puentes, hospitales y escuelas, agilidad en la justicia, ingreso social para los jóvenes, estrategias audaces de empleo, modelos de gestión comunitaria, pero también un esfuerzo por hacerle sentir a la comunidad que ella es capaz de iniciativas y de soluciones y no sólo destinataria de ayudas. Los que manejan los recursos no pueden perder de vista que lo que principalmente hay que corregir es un estilo que priva a las personas de la capacidad de proponer soluciones, de sentirse parte orgullosa y digna de la sociedad.

Creo que buena parte de los esfuerzos deben destinarse a potenciar la capacidad de la gente de resolver problemas y asumir desafíos. A veces las oficinas públicas creen que los recursos de la nación son exclusivamente contables, y no tienen en cuenta la enorme energía que una sociedad desaprovecha por su incapacidad de confiar en la gente y de estimular su talento. Hablando de la amistad y de la solidaridad, Chesterton solía decir que uno y uno no son dos, que uno y uno son mil veces uno.

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