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                                                                                                                              Pablo y Arturo

                                                                                                                              Pablo tenía 27 años y estaba casado con Matilda. Arturo tenía 17, y había escapado de su casa materna. Se encontraron en París, y Pablo lo hospedó en su hogar. Eran poetas, se admiraban; su amistad y su asombro recíproco crecieron, salían de fiesta juntos, se embriagaban hasta el delirio, forcejeaban y peleaban como dos cachorros; alguna vez, como en juego, se batieron a puñal.

                                                                                                                              Verlaine y Rimbaud: poetas antes que amigos y amantes | Columnistas El Espectador - El Espectador

                                                                                                                              Pablo era sensible, sentimental, borrascoso, caía fácilmente en las adicciones. Arturo era rebelde, brusco, irritable, y no tenía sosiego. Cada uno quería huir de su mundo: este, de una esposa bella e incolora; el otro, de una madre vigilante, devota y tiránica. Para Pablo el hogar era como un jardín francés: “Ridículo, correcto, encantador”, y a menudo lo odiaba. Arturo odiaba el hogar, el pueblo natal, la sociedad, el país, el mundo, y a veces el universo.

                                                                                                                              Se refugiaron el uno en el otro y por muchos meses se abandonaron a la pasión de vivir, a la conversación, a la absenta, al sexo. Cuando empezaron a ser incómodos para la sociedad huyeron juntos a Londres. El uno daba clases de francés, el más joven se encerraba en las tardes oscuras en el Museo Británico y escribía poemas. Al parecer eran más los manuscritos que arrojaba que los que conservaba.

                                                                                                                              Dicen que uno de esos días un alemán que estudiaba en el cubículo de al lado, un hombre de barba gris y encrespada, cuando el joven ya se había ido, recogió con sorpresa uno de esos poemas, porque le pareció gran poesía. Nunca habló con el muchacho, pero le refirió el episodio a su hija, y guardó el poema entre sus manuscritos. El alemán barbado estaba escribiendo un libro sobre las claves de la economía y la política de nuestro tiempo, se llamaba Karl Marx y sus obras iban a estremecer al mundo. Lo que nunca supo fue que los poemas de aquel muchacho tal vez lo estremecerían más.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Por un tiempo se ayudaron el uno al otro, se leyeron, se acompañaron, pero aquello no podía durar. Los poemas del uno eran una música pulsada en las cuerdas de la inestabilidad emocional y de un misticismo pánico que no sabía qué hacer con la belleza; los poemas del otro eran el manifiesto de un alma insaciable, una rebelión contra la tradición, contra el orden social, contra la autoridad, que solo se detenía ante los nombres más ocultos de Dios: el misterio, la fecundidad y la belleza.

                                                                                                                              Volvieron a París y ya no se soportaban. Del amor al odio no había más que un paso. “El Paso de Calais”, dijo alguien. Pablo viajó a Bruselas. Arturo vagó por París, con más desesperación que antes. Desde Bélgica el otro lo llamaba; no podía vivir sin él, le suplicaba visitarlo. Arturo accedió, pero al llegar al hotel donde Pablo estaba hospedado, teniendo a su madre en la habitación contigua, el otro estaba borracho. Arturo había decidido no tener con él más que una amistad literaria. Pablo quiso obligarlo a quedarse, el muchacho se negó, Pablo había comprado un revólver, supuestamente con el fin de suicidarse, pero en medio de su locura sacó el revólver solo por amenazar y acabó disparando. Arturo se desplomó.

                                                                                                                              Solo estaba herido en un brazo, el brazo que atravesó para proteger su corazón. Pablo recuperó la razón por un rato y aceptó acompañarlo a la estación del tren, pero por el camino recomenzó sus reclamos. Temeroso, Arturo lo denunció ante un policía, solo con la intención de contenerlo mientras se iba, pero Pablo pasó dos años en una prisión sórdida.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Arturo no volvió a verlo nunca. Siguió desesperado vagando por las calles de París, por los caminos de Francia, por las grandes rutas de Europa. Dicen que a pie, sin sosiego, recorrió todo el continente, hasta el punto de que lo llamaron “el hombre con plantillas de viento”. A los 19 años dejó de escribir para siempre. No le bastaba haber huido de su madre Catherine, de su pueblo natal, de París, de su amigo Pablo y de Francia: huyó de Europa, estuvo en Egipto, terminó refugiándose en Abisinia, traficando con armas, amasando oro, olvidando los poemas que había escrito, olvidando su infancia angelical, su adolescencia diabólica, su pasado indescifrable. También odiaba todo ese mundo formal, oficial, acartonado, el yeso de las instituciones.

                                                                                                                              No ad for you

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                                                                                                                              No ad for you

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                                                                                                                              Sobre todo porque fueron dos grandes desadaptados y dos grandes rebeldes, y sería hermoso que lo sigan siendo. Mejor que no reposen bajo un anillo de oro como Pablo y Arturo. Mejor que sigan siendo Verlaine y Rimbaud, dos destinos de fuego, dos poetas expulsados de la República, que vuelan libres en sus versos, que afortunadamente no caben en ningún Panteón.

                                                                                                                              Pablo tenía 27 años y estaba casado con Matilda. Arturo tenía 17, y había escapado de su casa materna. Se encontraron en París, y Pablo lo hospedó en su hogar. Eran poetas, se admiraban; su amistad y su asombro recíproco crecieron, salían de fiesta juntos, se embriagaban hasta el delirio, forcejeaban y peleaban como dos cachorros; alguna vez, como en juego, se batieron a puñal.

                                                                                                                              Verlaine y Rimbaud: poetas antes que amigos y amantes | Columnistas El Espectador - El Espectador

                                                                                                                              Pablo era sensible, sentimental, borrascoso, caía fácilmente en las adicciones. Arturo era rebelde, brusco, irritable, y no tenía sosiego. Cada uno quería huir de su mundo: este, de una esposa bella e incolora; el otro, de una madre vigilante, devota y tiránica. Para Pablo el hogar era como un jardín francés: “Ridículo, correcto, encantador”, y a menudo lo odiaba. Arturo odiaba el hogar, el pueblo natal, la sociedad, el país, el mundo, y a veces el universo.

                                                                                                                              Se refugiaron el uno en el otro y por muchos meses se abandonaron a la pasión de vivir, a la conversación, a la absenta, al sexo. Cuando empezaron a ser incómodos para la sociedad huyeron juntos a Londres. El uno daba clases de francés, el más joven se encerraba en las tardes oscuras en el Museo Británico y escribía poemas. Al parecer eran más los manuscritos que arrojaba que los que conservaba.

                                                                                                                              Dicen que uno de esos días un alemán que estudiaba en el cubículo de al lado, un hombre de barba gris y encrespada, cuando el joven ya se había ido, recogió con sorpresa uno de esos poemas, porque le pareció gran poesía. Nunca habló con el muchacho, pero le refirió el episodio a su hija, y guardó el poema entre sus manuscritos. El alemán barbado estaba escribiendo un libro sobre las claves de la economía y la política de nuestro tiempo, se llamaba Karl Marx y sus obras iban a estremecer al mundo. Lo que nunca supo fue que los poemas de aquel muchacho tal vez lo estremecerían más.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Por un tiempo se ayudaron el uno al otro, se leyeron, se acompañaron, pero aquello no podía durar. Los poemas del uno eran una música pulsada en las cuerdas de la inestabilidad emocional y de un misticismo pánico que no sabía qué hacer con la belleza; los poemas del otro eran el manifiesto de un alma insaciable, una rebelión contra la tradición, contra el orden social, contra la autoridad, que solo se detenía ante los nombres más ocultos de Dios: el misterio, la fecundidad y la belleza.

                                                                                                                              Volvieron a París y ya no se soportaban. Del amor al odio no había más que un paso. “El Paso de Calais”, dijo alguien. Pablo viajó a Bruselas. Arturo vagó por París, con más desesperación que antes. Desde Bélgica el otro lo llamaba; no podía vivir sin él, le suplicaba visitarlo. Arturo accedió, pero al llegar al hotel donde Pablo estaba hospedado, teniendo a su madre en la habitación contigua, el otro estaba borracho. Arturo había decidido no tener con él más que una amistad literaria. Pablo quiso obligarlo a quedarse, el muchacho se negó, Pablo había comprado un revólver, supuestamente con el fin de suicidarse, pero en medio de su locura sacó el revólver solo por amenazar y acabó disparando. Arturo se desplomó.

                                                                                                                              Solo estaba herido en un brazo, el brazo que atravesó para proteger su corazón. Pablo recuperó la razón por un rato y aceptó acompañarlo a la estación del tren, pero por el camino recomenzó sus reclamos. Temeroso, Arturo lo denunció ante un policía, solo con la intención de contenerlo mientras se iba, pero Pablo pasó dos años en una prisión sórdida.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Arturo no volvió a verlo nunca. Siguió desesperado vagando por las calles de París, por los caminos de Francia, por las grandes rutas de Europa. Dicen que a pie, sin sosiego, recorrió todo el continente, hasta el punto de que lo llamaron “el hombre con plantillas de viento”. A los 19 años dejó de escribir para siempre. No le bastaba haber huido de su madre Catherine, de su pueblo natal, de París, de su amigo Pablo y de Francia: huyó de Europa, estuvo en Egipto, terminó refugiándose en Abisinia, traficando con armas, amasando oro, olvidando los poemas que había escrito, olvidando su infancia angelical, su adolescencia diabólica, su pasado indescifrable. También odiaba todo ese mundo formal, oficial, acartonado, el yeso de las instituciones.

                                                                                                                              No ad for you

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                                                                                                                              No ad for you

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                                                                                                                              Sobre todo porque fueron dos grandes desadaptados y dos grandes rebeldes, y sería hermoso que lo sigan siendo. Mejor que no reposen bajo un anillo de oro como Pablo y Arturo. Mejor que sigan siendo Verlaine y Rimbaud, dos destinos de fuego, dos poetas expulsados de la República, que vuelan libres en sus versos, que afortunadamente no caben en ningún Panteón.

                                                                                                                              Ver todas las noticias
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