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(Leído en la COP16, en el foro de la Fundación Salvar el río Magdalena).
Como tantos grupos en toda Colombia, llevamos mucho tiempo preguntándonos cómo salvar el río Magdalena. Un río que alguna vez fue la muestra palpable de la vitalidad del territorio, ahora corre como un desagüe de todos nuestros errores y nuestras profanaciones. El río está casi muerto y eso es apenas una señal de la crisis tan profunda que atraviesa nuestro país.
Yo creo que el río empezó a morir cuando se acabaron los caimanes. Colombia celebró la desaparición de esas criaturas, porque nos pareció que hacían peligroso el río, pero ahora sabemos que el río es más peligroso sin ellos. Ahora ha cambiado un poco nuestra conciencia: ya no estamos dispuestos a pensar que los bosques estarían mejor sin jaguares. Pero en la civilización en que vivimos se ha llegado a pensar que es un progreso que en el mundo se acaben los mosquitos, las hormigas, las avispas.
Recuerdo las noches de mi infancia en Guayacanal, la finca de mis abuelos. Cuando el sol se ponía y llegaba la oscuridad, alguien encendía en un rito que para mí era mágico y bello las lámparas Coleman, y empezaba a formarse un espectáculo que en aquellos tiempos casi me daba miedo. La pared iluminada por la lámpara, frente al patio sembrado de hortensias, se iba llenando de mariposas, de polillas, de grillos, de toda clase de insectos, e incluso de escarabajos negros de grandes cuernos. Toda la pared se volvía un tejido viviente, tan abundante y diverso que a mí me parecía un poco monstruoso.
Ahora enciendo en la noche la luz en mi casa a orillas del río Gualí y no llega un solo insecto a sus paredes. Comprendo que el miedo que yo sentía en mi niñez era más bien el asombro de un niño ante la riqueza y la vitalidad del mundo, y que ahora deberíamos tener más miedo porque una gigantesca catástrofe está ocurriendo ante nuestros ojos: la extinción masiva de esas mariposas nocturnas, de esas hormigas que corrían como arroyos por los campos, de esos grillos, de esos saltamontes, de esos cucarrones gigantes que brillaban como azabache.
La desaparición de las especies es el mensaje más elocuente que recibimos de la muerte de los bosques, de la desolación de las vertientes, y de la lenta muerte del río al que no conviene ver como un mero cauce de agua sino como todo un territorio. Fue un río de vida, los bosques crecían en sus orillas, los ramajes se inclinaban hacia el agua, las raíces mantenían firme la tierra de las riberas, y por el río de agua corría otro río: un río increíble de peces que en ciertas épocas del año se convertía en la subienda, la abundancia vital ascendiendo hacia el sur, cumpliendo sus ciclos sagrados. Era tan abundante que alcanzaba no solo para mantener la vida del río sino para alimentar a los pescadores y a los habitantes de las llanuras, para nutrir el arte de la gastronomía en miles de cocinas de las orillas.
El río fue desde el comienzo el principal camino para las naciones indígenas que, a pesar de habitar en él y de vivir de él, supieron mantenerlo vivo por miles y miles de años. Nuestra cultura occidental llegó hace apenas cinco siglos y ya el río está prácticamente muerto. Lo digo así porque quienes lo han examinado nos dicen que en la región de la Mojana, donde se juntan las grandes aguas que corren hacia el norte, la concentración de mercurio es ya tan alta que es incompatible con la vida. Los que consumen esas aguas, y los que consumen los peces que sobreviven dramáticamente en esas aguas, corren el riesgo de tener hijos y nietos con los paladares hendidos por la enfermedad que produce el mercurio.
Así que primero se fueron los caimanes, y después se fueron yendo los peces, y ya no existe la subienda como la conocieron nuestros abuelos, y la que queda viene enferma, y con la desaparición de los peces fueron desapareciendo también los pescadores. El peligro no eran los caimanes: el peligro era el progreso entendido como saqueo, como depredación, como envenenamiento, como insensibilidad y como negocio.
Pensando todo esto me digo que tal vez cometemos un error al afirmar que nuestra tarea es salvar el río, porque más bien ha llegado la hora de pedirle al río que nos salve. Pues lo que está en peligro en el fondo no es el río, lo que está en peligro no es el mundo, lo que está en peligro somos nosotros: el horizonte total de la vida de la que dependemos. El río podría seguir corriendo por milenios convertido en un cauce de mercurio o en una corriente de detritus, el planeta podría seguir danzando entre las estrellas convertido en un globo calcinado como Mercurio, o en un mundo de lluvias corrosivas, y nadie lo deplorará, porque solo nosotros estamos aquí para deplorarlo, y si permitimos que siga esta fiesta loca de irresponsabilidad y derroche, de saqueo y profanación, de insensibilidad y de ingratitud, primero haremos el mundo cada vez más inhabitable, y después les dejaremos a las últimas generaciones un cañón degradado donde la vida habrá que mendigarla en medio de la desesperación, del tormento y de la agonía.
¿Pero cómo le pedimos al río que nos salve? Yo creo que en primer lugar recuperando la conciencia de que nosotros somos el río, ya que sin él no podemos vivir.
Allá en el sur, en el macizo colombiano, ocurre un extraño milagro del que no acabamos de ser conscientes: la madre de las aguas, muy arriba, en unas lagunas silenciosas entre la niebla, da a luz a cinco ríos que corren en distintas direcciones: el Magdalena, el Cauca, el Putumayo, el Caquetá y el Patía. Los da a la luz y les dice adiós, porque al parecer esos hijos nunca volverán a encontrarse. El Putumayo y el Caquetá descienden hacia el sur y terminan alimentando el Amazonas; o sea que también en esas lagunas del macizo colombiano comienza la Amazonía. El Patía, que es acaso el más fuerte de todos, corre hacia el occidente, y en alguna aurora de desastres, rompiendo la cordillera de basalto, abrió un cañón para ir a desembocar en el océano Pacífico. El Magdalena y el Cauca descendieron entre las tres cordilleras hacia el norte, y la madre no supo que esos dos hijos que al parecer se estaban separando para siempre mucho más abajo volverían a encontrarse, volverían a abrazarse, que el Cauca une sus aguas al Magdalena allá abajo en ese otro país de agua que es La Mojana, en la extensísima región de las ciénagas.
Y entonces comprendemos, en este país que parece tan descuadernado, que no: que el territorio está mucho más unido de lo que parece; que en ese mismo sitio del macizo colombiano donde comienza hacia el sur la Amazonía, y que por el oeste se comunica con el océano Pacífico, también nacen las aguas que alimentan a Macondo y al país de los juglares vallenatos. Que por eso buena parte del país es el río Magdalena, la cuenca del Magdalena, y que es finalmente a las aguas de este río a donde van a parar las aguas de todos los grifos que se abren en Popayán y en Cali, en Armenia, en Pereira y en Manizales, en Medellín, en Sincelejo, en Valledupar y en Bucaramanga, en Bogotá, en Ibagué y en Neiva. Que aquí, en Cali, en la COP16, estamos en la cuenca del río Magdalena.
