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¿Cuándo dejará Colombia de odiarse a sí misma? ¿Será tal vez la herencia de la Conquista lo que hace que parezca verdad esa frase de Simón Bolívar: “Cada colombiano es un país enemigo”? Lo cierto es que aquí basta que digas algo a favor de alguien, para que los enemigos de ese alguien se vuelvan tus enemigos. Parece natural, pero no lo es.
Una persona con criterio debería estar en condiciones de examinar a los demás, señalar sus errores y celebrar sus aciertos. Y si llega a estar de acuerdo con algo de lo que hacen, debería estar dispuesta a decirlo.
Pero aquí se piensa que no se le puede reconocer nada al adversario, porque eso es alentarlo y darle oxígeno. En otros tiempos ser conservador era ver en todos los liberales el demonio, y ser liberal era ver en todos los conservadores el infierno. Por fortuna en mi casa mi padre era liberal y mi madre era conservadora, y la verdad es que se quisieron mucho. Así que para mí era muy difícil entender que allá afuera los unos y los otros fueran enemigos mortales.
Creo que padezco de otra enfermedad: soy capaz de reconocerle aciertos a los adversarios y no considero a nadie un adversario absoluto. Pienso que es posible criticar sin odio y admirar sin fanatismo. Pero el presente obedece a una lógica de barras bravas: “Este es mi equipo aunque mal juegue, y el otro es detestable aunque gane”. No es cuestión de calidad sino de identidad.
Qué raro que una sociedad así se llame cristiana, porque Cristo siempre antepone la humanidad al espíritu sectario, y más bien dice: “Si estás buscando a tu enemigo, no estarías muy descaminado si miras en tu corazón”. Si existe el mal en el mundo probablemente está en cada uno de nosotros, y es raíz difícil de arrancar.
Cristo, un gran poeta, era capaz de encontrar las palabras más expresivas: “Aquel que esté libre de pecado que tire la primera piedra”. Está claro que lo que propone es un ideal: algo hacia lo que hay que tender. Pero las primeras que traicionaron su doctrina fueron las iglesias: tan lujosas, tan juzgadoras, tan inquisidoras, tan autoritarias, y tan capaces de bendecir ejércitos.
Ante el lujo de los palacios de príncipes del Vaticano, ante la cólera de Jonathan Edwards y la crueldad de Torquemada, cómo no preferir a Tomás de Aquino, que gastó cada segundo en tratar de explicar su increíble y cándida doctrina, aunque una de las consecuencias de ese trabajo haya sido la muerte de la fe y el triunfo de la razón. Pero es todavía mejor Francisco de Asís, que ni siquiera explicaba, porque solo quería cantar.
Volviendo a Colombia y a unos recuerdos de infancia, mi padre, que era músico y enfermero, curaba a liberales y a conservadores, y a todos les cantaba. Una vez hizo un viaje en un automóvil con dos conocidos suyos del pueblo, uno liberal y el otro conservador. Venían por la tremenda carretera de Cerrobravo desde Manizales. En un momento del viaje se detuvieron ante los grandes abismos, y mi padre recordaba con un estremecimiento que el otro liberal le insinuó que mataran al otro pasajero, al conservador, que estaba un poco lejos, y lo arrojaran al abismo. Mi padre le respondió: “Si usted me aprecia en algo, máteme a mí primero y después haga lo que quiera”. El otro no dijo nada, y volvieron al pueblo vivos los tres.
Durante el gobierno de Uribe, cuando parecía obligatorio apoyarlo, yo critiqué su política de mano dura y de crispación permanente, porque siempre creí en la necesidad de una negociación. Pero cuando más tarde nos pusieron a escoger entre el ministro de Hacienda y el ministro de Defensa de Uribe, consideré que ese régimen había manejado mejor la economía que la guerra, y me atreví a decir que una paz sin Uribe era como una mesa de dos patas. Todos reconocían que solo por la política de Uribe el presidente Santos había podido llevar a la guerrilla a la mesa de negociación, pero decir que Uribe tenía que ser parte de la paz bastó para que me graduaran de uribista. Había que hacer la paz, pero no con los enemigos.
Me temo que esa paz fracasó porque no estaba hecha para que el país se reconciliara, sino para atizar la discordia entre los amigos y los enemigos de esa negociación, para singularizar en Uribe la responsabilidad de mucha gente, y para desarmar a las FARC sin darles ningún papel en la reconstrucción de Colombia.
Antes, el premio Nobel de la paz se les concedía a los dos bandos que habían llegado al acuerdo: en este caso el premio se lo dieron solo a uno, y a los otros creo que ni siquiera los invitaron a la ceremonia. No dejaré de repetir que la vieja dirigencia colombiana nunca es responsable de lo que nos pasa, y siempre es la que absuelve, la que condena y la que recoge la recompensa.
En 2022 no apoyé a Petro sino a Rodolfo Hernández, pero ambos proyectos me parecían promesas de cambio, solo que el camino de confrontación social de Petro me pareció que tenía menos opción de obrar cambios reales. Rodolfo había saneado las finanzas de Bucaramanga, y eso era lo que había que hacer con las finanzas del país. Él creía en la necesidad de echar a andar en grande la economía y de frenar la corrupción, que es insaciable. No se lo perdonaron: de más de 200 demandas que le instauraron los corruptos a los que había combatido, una se abrió camino y le clavó su ponzoña cuando ya estaba en su lecho de muerte, de modo que lo señalaron de corrupto por un contrato que nunca se firmó. Porque aquí los jueces no siempre hacen triunfar la justicia.
Mis amigos de izquierda pensaban que yo tenía la obligación de votar por Petro, pero yo cuando voto solo obedezco a mi conciencia, no a las barras bravas. Creo que necesitamos ciudadanos y no manadas de lobos ni rebaños de ovejas. Cada vez que opine contra la corriente dirán que no tengo ni idea, pero hay que ver a dónde nos han arrojado década tras década los que tienen mucha idea.
Hace poco dije que Petro tenía razón en convocar a una consulta popular si le negaban con trampas su modesta reforma laboral. La manada me acusará de inconsecuente, porque se supone que si critico a Petro no le puedo reconocer ningún acierto: es la vieja lógica del rebaño y del odio ciego. Yo seguiré criticando a Petro, pero exigiéndole el cambio que prometió.
Y me voy a atrever a decir que Colombia también necesita una Constituyente, aunque ya se sabe que no basta la letra soberana para que las cosas cambien. Porque la Constitución de 1991 es Jekill y Mr. Hyde: su cara neoliberal está hecha para negar y frustrar su cara llena de garantías sociales. Y porque la constituyente anterior no se atrevió a tocar al Estado burocrático y tramposamente legalista, ni a la doctrina militar del enemigo interno, ni al corrupto sistema electoral.
Pero la Constituyente no puede estar diseñada para beneficio de una persona o de un grupo; no puede estar compuesta apenas por políticos y por los partidos clientelistas y corruptos. Se necesita al empresariado y a las cooperativas, a la academia, a los líderes sociales y a la cultura; se necesita a la nación y al territorio.
Nos pasamos la vida pidiendo que el país cambie pero consideramos al mismo tiempo un sacrilegio que se toque a las sacrosantas instituciones que impiden todo cambio. Y seguimos pensando que el peligro es la gente, cuando es la gente la que no ha dejado que este barco se hunda, no los políticos ni las instituciones.
Viendo el fracaso de país que tenemos, donde el Estado está ausente en la mitad del territorio, donde hay miles de sitios a los que no se puede llegar, donde la única riqueza accesible es la riqueza ilícita, donde los jóvenes están hace décadas abandonados en manos de la ignorancia y del delito, algo tiene de verdad que cambiar. Colombia está llena de fuerzas y de talentos enfrentados, pero no es una guerra civil sino una orquesta sin partitura. Y el instrumento del cambio no pueden ser los autoritarios de siempre, de la derecha y de la izquierda, que año tras año desperdician en discordias estériles toda la energía nacional, sino la democracia verdadera, amplia y alegre, plural y pacífica. Por eso no es malo que llueva y que se crezca el río.
