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¿Quedar bien con todo el mundo?

William Ospina
04 de diciembre de 2022 - 05:30 a. m.

El gobierno de Gustavo Petro ha tenido aciertos hasta ahora en su agenda internacional, reanudando las relaciones con Venezuela, propiciando el recomienzo de los diálogos del gobierno con la oposición en ese país, y estimulando el debate planetario sobre el cada vez más urgente control de las drogas y las catástrofes del cambio climático.

El canciller Álvaro Leyva lo ha hecho muy bien, y todavía es mucho lo que podría hacer ayudando a resolver la crisis nicaragüense, y sobre todo contribuyendo a que se abra camino la estrategia de Barack Obama para poner fin al bloqueo de Cuba, para permitir que la isla salve su proyecto generoso de educación y salud, deje de controlar a su gente bajo la presión de una emergencia eterna, vuelva a jugar un papel activo en la política continental y no tenga que estar acorralada en manos de los rusos.

Pero en el ámbito interno, el gobierno Petro, a pesar de sus buenas intenciones, parece hasta ahora un catálogo de todas las soluciones ineficientes que ha inventado durante décadas nuestra clase dirigente para no resolver nunca la inaplazable crisis colombiana. Frente a la escasez de recursos para la inversión, reformas tributarias; frente a la desbordada violencia, mesas de negociación; frente al escandaloso modelo agrario, la promesa siempre postergada de compra y distribución de parcelas; frente a la ineficiencia de las leyes, la irrisoria fe en que la solución son nuevas leyes; y frente a la desesperación de la sociedad, creer que las promesas son ya las transformaciones.

Yo sigo convencido de que el cambio no se hace tratando de quedar bien con todo el mundo. Yo sigo firme en la convicción de que las reformas tributarias, a pesar de todos los esfuerzos, siempre acaban castigando a los consumidores, y no resuelven el problema, sino que terminan agravándolo, y que la solución verdadera es una lucha inflexible y urgente contra la corrupción, contra el despilfarro y contra esa politiquería que crea y crea puestos, gasta y gasta recursos, y no se cansa de abusar de los contribuyentes.

Yo sigo creyendo que los meros procesos de paz seguirán siendo estériles mientras no se cambie el modelo productivo, que nos obliga a depender de las drogas, que convierte el delito en el único camino a la riqueza, que abandona cientos de miles de jóvenes en las garras del crimen, y que obliga al Estado a gastar sus recursos en una política de defensa puramente militar y policiva. Los llamados procesos de paz hacen la paz para los guerreros, pero no para la sociedad, descargan toda la culpa en los que se desmovilizan, nunca corrigen las causas profundas de la violencia, y fingen ignorar que cada cabecilla que se desmoviliza es reemplazado irremediablemente por otro, porque la ilegalidad y la informalidad siguen siendo los pilares de la economía para millones de personas.

Yo le creo al maestro Antonio García cuando dijo que “entre más se pague por la tierra menos reforma agraria habrá”. Porque en una reforma de la productividad los ganadores no pueden ser los grandes terratenientes, vendiendo un suelo que mantienen improductivo a un precio comercial arbitrario, y embolsillándose unos recursos inmensos que deberían dedicarse a potenciar la producción, mientras los campesinos, sin un horizonte de modernidad, acaban vendiendo de nuevo a menor precio las tierras que reciben. Una revolución agraria debería ser una empresa nacional donde unos pongan la tierra, otros la infraestructura, otros el trabajo material e intelectual, otros gestionen una gran estrategia de mercado, y el Estado garantice que todos reciban la recompensa justa por sus aportes.

Así no gastaríamos un presupuesto que ni siquiera tenemos en comprar tierras, quedándonos sin recursos para su adecuación, para las vías, para los distritos de riego, para la gestión de mercados, y descuidando lo más importante: que no basta una mera economía agraria, sino que se requiere una que traiga de verdad cambios sociales, bienestar humano, educación y protección de la naturaleza. De lo que se trata es de crear un novedoso modelo agrario e industrial que destierre por fin la violencia, no porque se negocie con ella, sino porque se la vuelva innecesaria para las dinámicas de riqueza y de supervivencia.

Yo sigo pensando que el principal enemigo de la sociedad no son los empresarios ni los dueños de la tierra sino un Estado corrupto y extorsionador que les garantiza sus privilegios; que hay que convertir la lucha frontal contra la corrupción y contra el derroche en el principal frente de batalla ante la injusticia; que a cambio de hacerlo de verdad eficiente hay que adelgazar al Estado de burocracia y de legalismo tramposo; y que una cultura que no sea apenas propaganda sino formación en valores profundos y alimento de la libertad ciudadana, tiene que ser el principal dinamizador de los cambios, y cuando hablo de valores profundos hablo de una ética del trabajo, del arte de hacer las cosas bien, de una educación humanista profundamente aliada con la vida y con la libertad.

Porque lo que tiene que cambiar no es solo nuestra manera de administrar sino nuestra manera de vivir. El Estado burocrático nos hace pensar que los cambios se dan en los discursos y en los despachos, y no en la vida cotidiana de la gente, en su libertad, en su alegría, en su capacidad de tomar iniciativas. El Estado debe estar para ayudar a la sociedad y no para manejarla. Y el poder solo tiene sentido si es un poder hacer, y no esa cosa mayestática y regañona a la que nos acostumbraron los viejos partidos, sus maquinarias, su mal genio y su amargura.

Colombia está impaciente por un cambio real. Ya le dijo abrumadoramente no al continuismo y a la vieja politiquería. Pero siempre existe el peligro de que los que proponen el cambio terminen siendo rehenes de los viejos poderes, perpetuando su estilo, creyendo demasiado en el poder en términos convencionales, y repitiendo el libreto por miedo a que la gente se invente un mundo nuevo.

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