Publicidad

Ramsés II

Sigue a El Espectador en Discover: los temas que te gustan, directo y al instante.
William Ospina
21 de septiembre de 2014 - 02:00 a. m.
Resume e infórmame rápido

Escucha este artículo

Audio generado con IA de Google

0:00

/

0:00

ESE GRAN REY. Dicen en Egipto las voces que no hubo poder mayor que el suyo.

Los dioses lo amaban y él era los dioses.
Recorría en su carro de trueno los trigales de las orillas.
Ante él se inclinaban las palmeras.
El cielo se llenaba de halcones y de ibis, que descendían al papiro y formaban palabras.
Con la serpiente, con la hoz, con el loto.
Sus coronas eran espléndidas: la tiara del reino del Norte, la diadema del reino del Sur, la serpiente de oro del Nilo, los cuernos de Apis, los pétalos del cuerpo destrozado, el terracota, el dorado, el azul puro.
Sus trajes eran ricos, sus sandalias tejidas de rezos, y sus escarabajos de ámbar, y los articulados halcones de sus collares, sus pectorales, sus brazaletes, la cobra y el áspid, todo sonoro de oraciones mágicas.
Y el gran reino a sus pies, como un milagro verde brotando de la arena muerta, cuando el dios de verde pecho baja con olas de limos de los altos lagos de África.
Ese gran rey, su corazón poderoso, su lengua elocuente,
el inmenso poder de su palabra,
que llenaba de miedo y de alegría los palacios de piedra, las grandes columnas, las paredes tatuadas de signos, versos, leyendas, genealogías divinas, secretos de los astros.

De ese gran rey se alzaron sombras de piedra, gigantes sedentarios que presidían los templos,
y titanes de lejano rostro apacible, vigilando las áureas cosechas, de estrellas y de espigas.
Ese gran rey y su manto de dioses; el sonido terrible de sus sandalias de bronce.
Y sus inescrutables sacerdotes, y su corte exquisita.
Y ese rigor de sangre de sus ejércitos.
Ese gran rey que tuvo todo el poder del Sol: lo dicen las pirámides y no se atreve a negarlo la gran esfinge.
Hoy me abruma la leyenda de su poder y de su trono, los macerados huesos de sus esclavos, la crónica de su largo reinado, el más largo de todos, y el más espléndido.

Y me asombra saber que dos veces estuve junto a él, junto al gran rey, junto al señor de los dos reinos, cuyas manos rompían las vidas, cuya voluntad alzaba los destinos, cuya voz torcía el rumbo del Nilo, cuyo sueño era un gato en los juncos.
Yo, un hijo de un remoto país ecuatorial, un viajero cansado, un caminante de los montes de América, un hijo del Tolima, he estado en su presencia.
Pero el rey ya no tiene la séptuple tiara, ni el cetro en que se anudan el papiro y el loto.
Una sombra cayó sobre los templos, el basalto cayó de las pirámides, el ápice de oro, de varias toneladas, fue robado.
Yo no habría podido visitarlo si todavía estuviera en su trono, altivo, tenebroso, detrás de puertas florecidas, de hondas galerías de esfinges, de miles de centinelas rojos,
detrás de lanzas y de rezos, detrás de una trinchera de dioses,
seres con cuernos de toro, con cabezas de halcones, el miedo no me habría permitido avanzar por las salas,
y los lechos de cobre, y las sillas de oro,
y encontrar en el último umbral al guía Anubis, con su cabeza de coyote, me habría derrumbado en la muerte.
Ahora lo guarda apenas un centinela, un portero egipcio de uniforme gris,
hay niños que juegan y hacen bromas sin miedo entre las urnas de cristal de los faraones dormidos,
y el poderoso rey es como una raíz seca, es una talla de jengibre.
El reino voló en polvo, voló en polvo el reinado. Todo otra vez es como antes: arriba las estrellas, abajo las arenas. Las piernas de Ozymandias vuelan en polvo, la cabeza en pedazos yace olvidada.

Y alguien me cuenta que cuando el faraón subía al trono, en el lejano Valle de los Reyes comenzaba el trabajo. Se cavaba una larga galería que llevaba a una sala funeraria. Desde el comienzo del reinado empezaba a cavarse la tumba del rey. Los obreros cavaban, los maestros albañiles dirigían la construcción del pasadizo, después llegaban los artistas, tallaban los relieves, dibujaban las bellas oraciones, pintaban de colores la cámara de las cosas eternas, la morada del rey después de muerto.
Pero si el rey vivía un poco más, había que seguir construyendo la tumba subterránea. Y nuevas galerías se abrían paso, y cámaras más altas y solemnes, y los dioses llenaban las paredes, y había mantos de estrellas en los cielos de adentro.
Y si el rey gobernaba treinta años, era enorme su tumba.
Y si el rey gobernaba cuarenta, su tumba era un palacio de milagros.

Y el gran rey gobernó mucho más, gobernó sesenta años, y era rey de su imperio de dioses y de dátiles, y tenía sus salas guardadas por leopardos,
pero también tenía su palacio final, debajo del desierto,
otro reino debajo del desierto, cada muro tatuado de leyendas, y cantos como arenas de oro para una vida eterna.

Ahora es una talla de jengibre. Una seca rama de ámbar. Una uva estrujada. Un odre seco. Es un grano de arena junto al desierto.
Pero todos los hombres desaparecieron, pero todos los reyes desaparecieron, pero todos los dioses desaparecieron,
y los tronos y los ejércitos y las ciudades y los reinos,
y Egipto es otra cosa, que ya no sabemos nombrar,
y sólo quedan el desierto y el Nilo, el Sol, la Luna y las Estrellas,
y este gran rey dormido. Gobernó sesenta años, durmió cuatro milenios,
y alrededor de él, en las paredes de esta cámara extraña, la historia universal,
hubo dioses y guerras, una pleamar de ejércitos,
hubo Asiria y Caldea, Persia y los Otomanos,
hubo Roma y Cartago, cosas médicas, púnicas,
y leones, y osamentas de leones, y el recuerdo de las osamentas,
pasaron Alejandro y Octavio y Carlomagno y Carlos V y Carlos XII,
y descendió la Piedra del Cielo, y Mahomet convocó a sus guerreros,
y pasaron sultanes y califas, garzas y halcones,
y hubo Napoleón y Mussolini, y hubo Hitler y Stalin,
y sermones y lienzos y sinfonías,
la humanidad goteó sus santos y sus mariscales,
la arena giró en el remolino y llegó al ápice y cayó como lluvia de oro
sobre la eternidad de ese gran rey
que duerme como un árbol, como un símbolo.

Yo lo he visto dormir, soy su testigo.
No el tiempo, que es eterno, pero sí sus milenios, esos niños que juegan,
se inclinan ante el mágico faraón increíble
que consiguió reinar, indiferente,
sobre la humanidad y sus danzas de arena.
Yo ya lo he comprendido, va a despertar un día
para ver el final de sus pirámides. 

Conoce más

 

Sin comentarios aún. Suscríbete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta  política.