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¿Se unirá nuestra América?

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William Ospina
07 de agosto de 2011 - 01:00 a. m.
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Ahora, cuando la Unidad Europea parece vacilar, hay que seguir preguntándose si el continente latinoamericano podrá avanzar realmente por el camino de la unión.

Paul Valéry escribió que geográficamente Europa ni siquiera es del todo un continente, y la llamó con ironía “esa península que el continente asiático avanza hacia el Atlántico”. Si después de treinta siglos de civilización Europa no lograba encontrar el camino de su unidad y ni siquiera de su integración, puede parecer quimérico que hombres como Bolívar, a comienzos del siglo XIX, intentaran unir o integrar una tierra largamente dividida pero apenas formada y que es sin duda un continente: una tierra mucho más grande, compleja y difícil que Europa.

Pensar a Latinoamérica como un todo no nos autoriza a olvidar su tremenda diversidad. Un continente con verdaderos desiertos y selvas, con una cordillera desmesurada, con un mar interior casi tan complejo como el Mediterráneo. Las características geográficas no han cambiado, pero la historia ha añadido mucha leña a ese fuego y cada vez más nuestra América es un mosaico de regiones y culturas diversas.

Europa se extiende sobre una misma franja planetaria, América se dilata de norte a sur abarcando todos los paralelos. No hay una Europa tropical ni una Europa equinoccial ni una Europa austral. Bolívar, en La carta de Jamaica, comprendió que hasta la naturaleza conspiraba para separarnos. Ese istmo oprimido por los océanos nos apartaba de México, esas selvas del Chocó nos distanciaban de Centroamérica, esa selva amazónica nos dispersaba en regiones aisladas, esa pared entre Argentina y Chile, esa pampa, esa Antártida…

Dice Masur que las batallas de Bolívar eran a veces menos contra los españoles que contra la naturaleza equinoccial. Pero también dice que se dedicó a conocerla de tal manera que al final utilizaba los llanos y las ciénagas, el cerco de las montañas y el velo de la niebla como armas contra sus enemigos. Habrá advertido que esos elementos naturales, montañas, selvas, desiertos, ríos, climas, si bien tenían un poder adverso y temible también tenían uno propicio; las borrascas son fecundidad, las montañas son riqueza de pisos térmicos y climas, los ríos son energía y caminos, los desiertos son viento y fuego, estas selvas de extravío son templos de vida y bancos de biodiversidad.

La naturaleza, que contribuyó a separarnos, también nos dio perfiles fuertes, rasgos diferenciales significativos. El país de los volcanes y de la Antártida, el país de la Patagonia y de la pampa, los países de la selva, los países del Pacífico, los países del Caribe. Y también los países mayoritariamente blancos, indígenas, mulatos, mestizos, en cada uno se iban definiendo unos rasgos, fuerzas culturales, vocaciones históricas. Y los países marcadamente europeos, americanos, africanos; y los tropicales, los equinocciales, los australes.

Hubo quien dijera que si pertenecíamos al mismo mundo, si teníamos la misma lengua, la misma religión, éramos el mismo país. Pero eso es algo que nadie acaba de creer: el México de Moctezuma y de Benito Juárez no es el Perú de Atahualpa y de Fujimori; el México de Pancho Villa y de Emiliano Zapata no es la Argentina de Irigoyen y de Perón. Colombia no es Venezuela y Perú no es Bolivia. Eso significa que nuestra complejidad no admite simplificaciones, que sólo será cierto nuestro entendimiento si nace de un esfuerzo por conocernos, no de un gesto de indiferencia.

El sueño de la unión continental no podía abrirse camino en tiempos de Bolívar. Demasiadas cosas nos separaban y algunas de ellas no estaban en nuestra conciencia sino en nuestra expectativa. No sólo nos diferenciaba lo que éramos sino lo que tendíamos a ser, lo que aspirábamos a ser. El pasado nos había vuelto distintos, el futuro prometía nuevas diferencias.

Y sin embargo era importante dejar formulado desde el comienzo ese ideal de integración. Advertir la importancia económica y política de una gran alianza continental, subrayar una identidad de rasgos culturales a despecho de nuestras diferencias puntuales. Reconocer desde el comienzo que éramos más una red de culturas afines que una nación, más un proyecto solidario que un país, más un proyecto de intercambios que una unión monolítica.

Latinoamérica no ha sucumbido al peligro de las guerras entre naciones, a pesar de su filiación europea, y ello se debe a la amplitud mental de soñadores como Bolívar, como Petion, como San Martín. Pero también a la conciencia de un origen común, a la vocación de mundo nuevo que marcó nuestros inicios, a la tendencia a la universalidad contenida en nuestros mestizajes.

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