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                                                                                                                              Siete siglos de un sueño (II)

                                                                                                                              El arte aprendió muy temprano que para hacer reales nuestros sueños se necesitan los materiales del mundo, árboles, piedras, aguas, yunques, agujas, paños, puertas, puñales, escaleras. Que son útiles para la ficción las cronologías de la realidad, los rostros que vimos, los precisos lugares del mapa que nos fue dado recorrer, un hilo del relato que permita que todo fragmento conmueva al conjunto, una red cuyos hilos sean tan sensibles como la tela de una araña, tejiendo historias que continuamente se iluminen unas a otras, movimientos que se replican, ecos que se desdoblan, rincones que se reflejan en el otro extremo, un tejido tan sensible y viviente como la piel humana, tan interconectado como el cuerpo mismo y tan capaz de saltar de lo material a lo espiritual, para decirlo con palabras de Rilke, “como la lengua, / que atrapada en el cerco de los dientes, / mantiene la alabanza”.

                                                                                                                              ¿Dónde podía aprenderse todo eso? En un libro que esa edad del mundo había prohibido y que hoy llamamos la naturaleza. Aquí una piedra, allí un hormiguero, allá la luz incierta de la luna, aquí el papel que está siendo devorado por las llamas y ese borde en el que ya ha muerto la blancura pero que no es negro todavía, allí un charco congelado, allá las ranas que huyen por la ciénaga ante el avance de la serpiente enemiga, aquí un león, allí un leopardo, allá una loba, aquí un monte bañado por la luz del amanecer, allá un cielo que parece gozar de sus llamitas, y la barca que se hunde un poco bajo el peso del viajero, y unos labios que no pueden contener el deseo de besarse, y la espada que perfora a la vez un pecho y otro, y las ondas que se mueven en el vaso de agua “del centro al borde o bien del borde al centro”, según si se la golpea por dentro o por fuera. Todas las cosas le sirvieron al pájaro para hacer este nido.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Hace siete siglos el mundo abundaba como hoy en glotones y en borrachos, en ladrones y en asesinos. Ira, envidia, crueldad, traición, violencia, codicia, engaño, perversión, tiranía. Saltaba a la vista que tantos males no eran corregidos en el mundo, que el bien no triunfaba y que el mal pocas veces padecía castigo. Tal vez por eso la humanidad había inventado esos establecimientos difusos donde después de la muerte cada quien respondiera por los pecados que no había pagado en la Tierra. Y como también el mundo estaba lleno de amor, de generosidad, de heroísmo y de compasión, había regiones gloriosas donde recibían su premio los que en vano en la vida lo habían merecido.

                                                                                                                              A ese infierno de culpas y a ese cielo de méritos los clérigos añadieron una región intermedia donde las almas de los muertos pasaban largo tiempo esperando la gloria. Todos en Occidente creían en aquellos reinos, pero casi nadie se esforzaba por imaginarlos.

                                                                                                                              Así que fue Dante Alighieri, un prior expulsado de la ciudad de Florencia por la insidia de los adversarios políticos, quien logró imaginar minuciosamente los pantanos del infierno, las terrazas del purgatorio y la luz sideral donde baten sus alas miríadas de ángeles. El misterio era grande y temible, y estaba tan vedado a los hombres que, para penetrarlo, a Dante no le podían bastar su curiosidad, su imaginación y su osadía: necesitó uno de esos proyectos que solo conciben los enamorados.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Su libro tiene fama de ser el más sabio que haya escrito un ser humano y también el más espléndido. Está tejido de tanta belleza, verso a verso, que cuesta trabajo imaginar que lo hizo un ser humano, que no lo dictaron los ángeles.

                                                                                                                              La humanidad lo leyó primero como una aterradora visita al infierno, como un privilegio y como un pecado; unos lo vieron como un tratado de teología, como una clasificación de los estados del alma, como el testimonio del fin de la Edad Media y el anuncio de la llegada del Renacimiento, como una crónica de Florencia, con sus lugares y sus gentes, sus pasiones y sus guerras, y también como una rigurosa cosmología. Una lección de historia, un tratado de psicología, una honda reflexión sobre la moral, sobre el poder, sobre la imaginación. Llamamos clásico a un libro que tiene cosas que decirle a cada época, a cada cultura: que nos habla siempre de lo que permanece. Hoy vemos el libro de Dante como la aventura estética más compleja y refinada de las literaturas de Occidente.

                                                                                                                              Dante lo había llamado la Comedia, pero más tarde Boccaccio lo llamó La Divina Comedia y ya nadie se animó a llamarlo de otro modo. El retrato de un hombre y sus peregrinaciones tatuado a la vez de mundos y leyendas. La voz de un poeta desterrado que es también el coro de una época. El fin del espiritualismo y el comienzo del naturalismo. En ese cielo estrellado donde la Edad Media veía “un monstruo hecho de ojos”, Dante vio que el planeta Venus, que nos consuela con amores, “iba haciendo reír todo el Oriente”. Y la naturaleza, a la que temíamos, comenzó a sonreírnos.

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              Dante creyó de verdad que Dios es amor, y como su vida era gobernada por aquella aparición misteriosa y perturbadora llamada Beatriz, sintió que si el cielo estaba gobernado por el amor, en el centro del cielo estaría la mujer que él había amado con desesperación, y dispuso todo alrededor de ella de tal modo que ni ella perdiera realidad ni el cielo perdiera misterio. Y llegó a esa extensión mágica de la enseñanza de Cristo: la idea de que el amor enlaza las partículas y los mundos, como la música de los tercetos convierte en una sola red sensitiva ese ritmo que mueve el sol y las estrellas.

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              Hubo un Renacimiento, pero hubo también un Nacimiento. Dante adivinó que había montañas más allá de los mares y desde las penumbras de la Edad Media casi alcanzó a ver nuestro mundo. A veces me digo que cuando nos sea dado ver a Dios, como Dante en el último canto de su Comedia, en ese Aleph, en ese torbellino, veremos nítido también nuestro rostro y no sabremos ya si somos el que mira o el que está siendo mirado; que en ese vórtice animado en millones de destellos, cada uno una historia, en esa colmena donde vuelan, necesarias, las alas del bien y del mal, serán una misma cosa lo que está dentro y lo que está afuera, y aprenderemos por fin el secreto de la rosa, “que prodiga color y que no lo ve”.

                                                                                                                              El arte aprendió muy temprano que para hacer reales nuestros sueños se necesitan los materiales del mundo, árboles, piedras, aguas, yunques, agujas, paños, puertas, puñales, escaleras. Que son útiles para la ficción las cronologías de la realidad, los rostros que vimos, los precisos lugares del mapa que nos fue dado recorrer, un hilo del relato que permita que todo fragmento conmueva al conjunto, una red cuyos hilos sean tan sensibles como la tela de una araña, tejiendo historias que continuamente se iluminen unas a otras, movimientos que se replican, ecos que se desdoblan, rincones que se reflejan en el otro extremo, un tejido tan sensible y viviente como la piel humana, tan interconectado como el cuerpo mismo y tan capaz de saltar de lo material a lo espiritual, para decirlo con palabras de Rilke, “como la lengua, / que atrapada en el cerco de los dientes, / mantiene la alabanza”.

                                                                                                                              ¿Dónde podía aprenderse todo eso? En un libro que esa edad del mundo había prohibido y que hoy llamamos la naturaleza. Aquí una piedra, allí un hormiguero, allá la luz incierta de la luna, aquí el papel que está siendo devorado por las llamas y ese borde en el que ya ha muerto la blancura pero que no es negro todavía, allí un charco congelado, allá las ranas que huyen por la ciénaga ante el avance de la serpiente enemiga, aquí un león, allí un leopardo, allá una loba, aquí un monte bañado por la luz del amanecer, allá un cielo que parece gozar de sus llamitas, y la barca que se hunde un poco bajo el peso del viajero, y unos labios que no pueden contener el deseo de besarse, y la espada que perfora a la vez un pecho y otro, y las ondas que se mueven en el vaso de agua “del centro al borde o bien del borde al centro”, según si se la golpea por dentro o por fuera. Todas las cosas le sirvieron al pájaro para hacer este nido.

                                                                                                                              Read more!

                                                                                                                              Así Dante consiguió, por los reinos de la fantasía, reconstruir su casa, su espacio cultural, la geografía de su región, las pasiones y las discordias de su propia gente. El suyo fue a la vez un viaje de ida y de regreso, la reinvención en lo eterno de su nicho temporal; así fundió la aldea con el universo, la leyenda familiar con el cosmos y la memoria personal con la leyenda de los siglos.

                                                                                                                              Hace siete siglos el mundo abundaba como hoy en glotones y en borrachos, en ladrones y en asesinos. Ira, envidia, crueldad, traición, violencia, codicia, engaño, perversión, tiranía. Saltaba a la vista que tantos males no eran corregidos en el mundo, que el bien no triunfaba y que el mal pocas veces padecía castigo. Tal vez por eso la humanidad había inventado esos establecimientos difusos donde después de la muerte cada quien respondiera por los pecados que no había pagado en la Tierra. Y como también el mundo estaba lleno de amor, de generosidad, de heroísmo y de compasión, había regiones gloriosas donde recibían su premio los que en vano en la vida lo habían merecido.

                                                                                                                              A ese infierno de culpas y a ese cielo de méritos los clérigos añadieron una región intermedia donde las almas de los muertos pasaban largo tiempo esperando la gloria. Todos en Occidente creían en aquellos reinos, pero casi nadie se esforzaba por imaginarlos.

                                                                                                                              Así que fue Dante Alighieri, un prior expulsado de la ciudad de Florencia por la insidia de los adversarios políticos, quien logró imaginar minuciosamente los pantanos del infierno, las terrazas del purgatorio y la luz sideral donde baten sus alas miríadas de ángeles. El misterio era grande y temible, y estaba tan vedado a los hombres que, para penetrarlo, a Dante no le podían bastar su curiosidad, su imaginación y su osadía: necesitó uno de esos proyectos que solo conciben los enamorados.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Su libro tiene fama de ser el más sabio que haya escrito un ser humano y también el más espléndido. Está tejido de tanta belleza, verso a verso, que cuesta trabajo imaginar que lo hizo un ser humano, que no lo dictaron los ángeles.

                                                                                                                              La humanidad lo leyó primero como una aterradora visita al infierno, como un privilegio y como un pecado; unos lo vieron como un tratado de teología, como una clasificación de los estados del alma, como el testimonio del fin de la Edad Media y el anuncio de la llegada del Renacimiento, como una crónica de Florencia, con sus lugares y sus gentes, sus pasiones y sus guerras, y también como una rigurosa cosmología. Una lección de historia, un tratado de psicología, una honda reflexión sobre la moral, sobre el poder, sobre la imaginación. Llamamos clásico a un libro que tiene cosas que decirle a cada época, a cada cultura: que nos habla siempre de lo que permanece. Hoy vemos el libro de Dante como la aventura estética más compleja y refinada de las literaturas de Occidente.

                                                                                                                              Dante lo había llamado la Comedia, pero más tarde Boccaccio lo llamó La Divina Comedia y ya nadie se animó a llamarlo de otro modo. El retrato de un hombre y sus peregrinaciones tatuado a la vez de mundos y leyendas. La voz de un poeta desterrado que es también el coro de una época. El fin del espiritualismo y el comienzo del naturalismo. En ese cielo estrellado donde la Edad Media veía “un monstruo hecho de ojos”, Dante vio que el planeta Venus, que nos consuela con amores, “iba haciendo reír todo el Oriente”. Y la naturaleza, a la que temíamos, comenzó a sonreírnos.

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              Dante creyó de verdad que Dios es amor, y como su vida era gobernada por aquella aparición misteriosa y perturbadora llamada Beatriz, sintió que si el cielo estaba gobernado por el amor, en el centro del cielo estaría la mujer que él había amado con desesperación, y dispuso todo alrededor de ella de tal modo que ni ella perdiera realidad ni el cielo perdiera misterio. Y llegó a esa extensión mágica de la enseñanza de Cristo: la idea de que el amor enlaza las partículas y los mundos, como la música de los tercetos convierte en una sola red sensitiva ese ritmo que mueve el sol y las estrellas.

                                                                                                                              No ad for you

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                                                                                                                              Ver todas las noticias
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