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Soñar con los ojos abiertos


William Ospina

15 de diciembre de 2024 - 12:05 a. m.
"Los lectores de García Márquez van a buscar el libro en la serie y no van a encontrarlo": William Ospina.
Foto: EFE - Pablo Arellano / Netflix

García Márquez dijo alguna vez que el secreto de la literatura consiste en impedir que el lector se despierte. Su novela sería entonces una suerte de sueño dirigido, un soñar con los ojos abiertos. Y cuando un escritor es dueño, como García Márquez, de una música embrujada, tiene el poder de tomar de la realidad solo lo que necesita para su historia, dejando por fuera todo lo demás.

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Puede hablar de un parto sin mostrar un vientre, sin abundar en jadeos y en gritos; puede hablar del amor sin prodigar los besos y las cópulas; puede reemplazar el casco y los mástiles y las velas por la sola palabra galeón, y nos da la opción de reconstruir ese navío con los materiales de nuestra propia memoria.

Es muy difícil en cambio evitar en el cine todos esos lugares comunes que García Márquez supo esquivar en su novela. Él fue uno de los primeros que consiguió escapar a las tentaciones aldeanas de nuestro folclor literario, sacudirse las rémoras de un lenguaje tedioso y estereotipado, y lo logró sobre todo por la vivacidad de sus recursos verbales, la gracia desconcertante de sus frases, el ritmo endiablado de su prosa y el torrente de vitalidad que lo inunda.

Ver a la serie de Netflix sobre Cien años de soledad atrapada y por momentos ahogada en la realidad, le ofrece a uno la oportunidad espléndida de volver a interrogar qué es lo que hace a García Márquez tan eficaz y tan deslumbrante. Para los lectores rendidos de García Márquez es muy difícil tragarse este brebaje. Lo que la serie no logra producir es lo que le da su sabor inconfundible a la novela: su aire onírico, esa levedad que la hace al mismo tiempo tan nítida y tan irreal, eso que le hizo decir a Harold Bloom que frente a Cien años de soledad se sentía “como un hombre al que invitan a cenar y solo le sirven un enorme plato de delicias turcas”.

La tarea de llevarla al cine es abrumadora. No está mal que se intente; es más, creo que se intentará muchas veces, con variable suerte, y hacerlo es admirable y valiente, pero se camina por la orilla de un precipicio. Porque cuando un libro tiene el esplendor verbal de Cien años de soledad, la secuencia enloquecida de sus situaciones, la destreza de sus juegos con el tiempo, los saltos adelante y atrás que hacen de la fórmula “muchos años después” no una mera indicación temporal sino la batuta de un director de orquesta convertida en vara de mago, exige cambiar de un modo súbito los tiempos en el mismo espacio, ver como en un relámpago la cara envejecida de un gitano y un segundo después la restitución de su juventud, el flanco de un galeón cubierto por un bosque de flores y al instante una carcasa carbonizada invadida por la maleza.

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Esos juegos con el tiempo, utilizados como clave musical del relato, logran en la novela convertir lo más conocido por todos nosotros que es el paso de las horas y de los días en una fuente incesante de sorpresas y sobresaltos: todo es a la vez viejo y joven, nuevo y antiguo, lozano y decrépito, todo es a la vez ruina y nacimiento. El efecto que tiende a obrar la novela sobre nosotros es el que tienen al final los pergaminos de Melquiades, donde todo ocurre a la vez, “el primero está atado a un árbol y al último se lo están comiendo las hormigas”.

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No les podemos pedir a las imágenes del mundo, condenadas a la prolijidad de lo real, esa gracia selectiva que deja por fuera del texto todo lo que no es necesario. Pero sentimos que la poesía se muere a medida que la realidad se impone. Eso no tendría que ser una fatalidad, pero exigiría que en su ritmo narrativo haya un demiurgo, un Kurosawa, un Terry Gilliam, un Tim Burton, capaz de tener pleno control sobre la materia visual que utiliza para tejer su historia, y de utilizar la cámara no como un mero testigo de una escenografía sino como un articulador de la gramática del relato.

Esta serie, y el alto manantial de imaginación del que brota, nos hace pensar que en un universo tan rítmico como el de la novela de Gabo, donde la voz del narrador lo es todo, la cámara y la edición tendrían que asumir esa dinámica narrativa, esos saltos, esos relámpagos de la memoria y del presentimiento, esas enumeraciones, esos énfasis, con una banda sonora capaz de dar relieve y profundidad a todo eso.

Esta obra, quizá más que el Ulises de Joyce o que En busca del tiempo perdido, parece exigir una experimentación atrevida y continua, donde los espacios no importen más que los tiempos, donde se sientan esa nitidez y esa claridad que son lo más caribeño de García Márquez, y su capacidad de recurrir al color local pero no quedar atrapado en él.

Ya es un paso enorme intentarlo, y estará lleno de enseñanzas para nuestra cultura cinematográfica haber enfrentado un universo narrativo que ha cautivado con su novedad y su ocurrencia a lectores de todas las lenguas y de varias generaciones, pero es mucho lo que hay que aprender en el arte de verter esa magia verbal a otros lenguajes del arte.

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Sin duda al comienzo es imposible no pecar de ingenuidad, de pesadez, de realismo; muy difícil lograr que los personajes liberen sus dibujos profundos, esa piel de serpiente de José Arcadio, esa fiebre insomne que trasmite una niña embrujada, esa desmesura patriarcal del hombre alucinado atado a un árbol, la tragedia de un artista perdido en las malignas artesanías de la guerra, esa sucesión de desmesura y de equilibrio, de magia local y de sabiduría universal.

Habrá quienes piensen que una obra tan singular no debe profanarse con adaptaciones a otros lenguajes, pero nada es más lícito que intentar compartir los deleites de la literatura con millones y millones de no lectores, y a lo mejor ponerles finalmente un libro en las manos. Como decía Sócrates “lo bello es difícil”, y cualquier acierto debe ser valorado.

Los lectores de García Márquez van a buscar el libro en la serie y no van a encontrarlo, y se van a quejar amargamente por todas las infidelidades y las traiciones. Pero lo único que hoy podemos preguntarnos es si a pesar de todos los peligros de la época: de la intención comercial, de la corrección ideológica, de la necesidad de satisfacer las supersticiones del público, del deber del éxito y de la tiranía del negocio, algo de la poesía del libro logró pasar a su versión cinematográfica, si algo de la magia inexplicable de García Márquez pudo abrirse camino entre esa espesa selva de peligros, y logró contagiarles a los espectadores la alucinada peste del insomnio.

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