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Tarde otra vez

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William Ospina
22 de noviembre de 2008 - 05:57 a. m.
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DURANTE MESES FUE EVIDENTE PAra mí que el auge de las empresas que captaban dinero de los ahorradores con la promesa de ganancias exorbitantes era una descarada estafa, y que no tardaría en llegar el derrumbamiento de esos negocios fabulosos.

La única duda que podía surgir era si se trataba de pirámides condenadas a reventar por su propia dinámica, o de la fachada de poderosos sistemas de lavado de activos, o de un novedoso método de fraude basado en crear a largo plazo fenómenos sociales explosivos que fuercen al Estado a conciliar con los delincuentes, para no exponerse al incendio de la ira de los defraudados.

Pero nadie tiene más deber de advertir el carácter irregular de esos negocios que el Gobierno, cuya misión es vigilar, prevenir y corregir los abusos en el manejo de los recursos de la ciudadanía. Y por eso nadie tiene más responsabilidad ante estos hechos. Nadie con mayor capacidad de vigilancia y de control, nadie con mayor información legal, nadie con mayor autoridad para evitar el caos económico. Los ciudadanos confían en que si las empresas funcionan con normalidad en las narices de las autoridades es porque están actuando legalmente y son dignas de confianza.

Esos negocios crecieron durante años, al ritmo de las advertencias por parte de los medios de comunicación, y ante una indiferencia oficial demasiado parecida a la complicidad. Y cada vez que surgió la duda sobre sus operaciones siempre hubo un funcionario declarando a los noticieros o a los periódicos que no se advertían irregularidades y que esos negocios estaban siendo examinados en detalle.

Todas esas declaraciones obraron como estímulos para la acción de los estafadores y como tranquilizadores de la opinión pública, alentando a quienes creían incrementar legalmente sus ingresos en una época difícil y en un país donde no abunda la oportunidad de negocios rentables. Pero incluso si todo hubiera estado ajustado a la ley, el Gobierno debería advertir que tan altos rendimientos son un desestímulo al trabajo productivo y en esa medida atentan contra el equilibrio social.

Hace varios meses el ex ministro Juan Camilo Restrepo denunció en su columna de opinión el crecimiento y la proliferación ilegal de esos negocios, y expresó su extrañeza de que el Gobierno no reaccionara cerrando esas empresas y previniendo a la ciudadanía ante la evidencia de una estafa gigantesca. El ex ministro señaló que la legislación existente permitía actuar enseguida en defensa del interés público, pero que el Gobierno posponía sus medidas preparando un endurecimiento de la legislación.

Y uno se preguntaba: ¿por qué no se pronunciará el Gobierno, a pesar de tantas advertencias? ¿Por qué estará permitiendo que se geste y crezca una crisis que puede significar la ruina de tantos pequeños y medianos inversionistas? ¿Por qué se estará limitando a preparar una nueva legislación que ya no podrá cobijar estos delitos actuales?

Una vez más el Gobierno nos confirma su costumbre de llegar al escenario de los hechos indignado y severo pero demasiado tarde. Su costumbre de dejar que las cosas ocurran y aparecer al final como el último enterado y el primer sorprendido con los hechos. Y como el tardío censor de cosas que era su deber advertir y detener desde temprano, siendo la primera autoridad de la nación. Es alarmante que sea precisamente quien más conoce el país y más información tiene sobre él, quien aparezca siempre como el último en enterarse de todo.

Fueron los ciudadanos quienes descubrieron que un sector importante del Congreso nacional había tenido vínculos estrechos con los paramilitares que ensangrentaron a Colombia en las últimas décadas. El Gobierno, elegido con el apoyo de esos congresistas, dijo haberse enterado tarde de esos vínculos indeseables, pero también se esforzó por negarlos.

Fueron los ciudadanos quienes advirtieron que miembros de las Fuerzas Armadas e incluso de la alta oficialidad estaban aliados con grupos y personas al margen de la ley para la ejecución de delitos. El Gobierno se aplicó a negar esos vínculos y prefirió acusar a quienes los denunciaban declarándolos cómplices de siniestras organizaciones terroristas, hasta cuando la evidencia y la ley demostraron que esas alianzas existían.

Fueron los ciudadanos quienes denunciaron que miembros de la Fuerza Pública reclutaban jóvenes de las barriadas para asesinarlos y después presentarlos como delincuentes dados de baja. El Gobierno hizo todo lo posible por negarlo, pero al final apareció destituyendo a numerosos oficiales y poniendo cara de perplejidad.

Fueron los ciudadanos quienes señalaron que la proliferación de empresas que captaban dinero del público con la promesa de rendimientos exorbitantes era una evidente estafa que crecía a los ojos de la sociedad y ante el silencio de los funcionarios. El Gobierno, tarde otra vez, ha actuado, cuando ya la filtración de aguas se había convertido en avalancha.

No hablan bien estas cosas de la capacidad del Gobierno de controlar a sus propios agentes, de dirigir la economía, de proteger los intereses de los ciudadanos. Su papel ha sido en todos estos casos invariablemente el mismo: hacer caso omiso de las advertencias y de las evidencias, y convertirse al final en el más indignado de los denunciadores. Pero su ardor final, cuando ya todo está consumado, contrasta demasiado con su tibieza del comienzo.

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