La primera tarea de un nuevo gobierno en Colombia tiene que ser crear proyectos que unan al país y que derroten la polarización. Después de una guerra de cincuenta años la paz no se logrará en los tribunales. La paz solo puede hacerse con una nueva economía productiva y formal que abra puertas de prosperidad para todos.
Tenemos un país en el que la mitad del territorio no aporta nada al producto interno bruto ni tiene verdadera presencia del Estado. Necesitamos un gigantesco proyecto productivo, agrícola, industrial, tecnológico y de servicios. Un plan concertado que interprete adecuadamente al país entero, su posición geográfica, sus suelos, sus climas, su biodiversidad, su talento humano, sus recursos, sus desafíos académicos. Solo una economía legal en grande puede abrir paso a ese proyecto nacional que ofrezca alternativas de empleo masivo y diverso, y que le permita a la población resistir y rechazar la tentación y la fatalidad de los negocios ilícitos y de las economías criminales.
Tenemos un Estado paralizante y extorsivo que se acostumbró a desconfiar de los ciudadanos y a castigarlos. Un Estado que ni atiende ni protege ni estimula, hace llover sobre nuestras cabezas sus sanciones de toda índole, nos asfixia con IVAS y comparendos; no cumple sus deberes pero con qué soberbia nos declara sin pausa culpables por comprar, por circular, por aparcar, por querer hacer trámites, por trabajar. Es el Estado de la politiquería, que nunca da buen ejemplo ni de eficiencia, ni de responsabilidad, ni de agilidad en la atención. Ese Estado tiene que cambiar y tiene que cambiar ya. Hay que simplificar sus trámites y reducir su burocracia, hay que volverlo ágil, sencillo y eficiente, hay que obligarlo a confiar en la ciudadanía y a servirla con respeto.
Pero extrañamente ese Estado enorme, que consume buena parte de los tributos de la nación, no tiene presencia en medio país. Y en medio país cunden las guerrillas, las bandas criminales, las mafias. Se roban las maderas del Chocó, se arrasan las selvas, se contaminan los ríos, se extiende la minería ilegal, abunda la propiedad sin responsabilidad, crecen los cultivos de uso ilícito y no hay un orden de prioridades para la inversión. No hay en medio país proyectos urbanos modernos, ni planeación económica, ni proyectos de convivencia social. Claro que necesitamos con urgencia presencia eficiente del Estado en esa mitad del territorio, porque 600 mil kilómetros cuadrados son una extensión casi igual a la de Francia, y no están incorporados a la dinámica del país. Pero la presencia del Estado no se reduce a la Fuerza Pública y a su aporte indispensable en seguridad y excelente ingeniería: el Estado tiene que llegar con atención hospitalaria, con justicia oportuna, con obras públicas, con atención al ciudadano y con un verdadero proyecto de estímulos y de convivencia. Necesitamos eco aldeas del siglo XXI, laboratorios de biodiversidad, monitoreo de riesgos, gestión de recursos, infraestructura en grande y cuidado de los recursos naturales. Todo colombiano tiene que poder visitar el país entero y Colombia está llena de territorios inaccesibles.
También hay que reconstruir en grande el Escudo del Pacífico: no es posible que solo las mafias hayan descubierto que tenemos un costado geográfico que nos asoma a medio planeta, a la región más dinámica de esta época. Es increíble que no estemos aprovechando el Escudo del Pacífico ni para la economía, ni para la ecología, ni para las grandes aventuras del conocimiento, ni para el estudio y el aprovechamiento de las reservas marinas. Es como si voluntariamente nos resignáramos a vivir sin ojos y sin manos. Reconstruir con grandeza los centros urbanos de Tumaco, Guapi y Buenaventura, y en las selvas y costas del Chocó, con respeto absoluto por sus reservas biológicas, pero llevando el saber de la modernidad a dialogar con los hondos saberes del territorio. Necesitamos proyectos de infraestructura y de urbanismo, ciudades verdes, puertos, ferrocarriles, guardacostas, flotas mercantes; y potenciar todo lo que esté en marcha en cuanto a iniciativas sociales y proyectos productivos. Eso mismo puede decirse de la altillanura, del Catatumbo, del Caribe interior. Colombia reclama un florecimiento de sus regiones, siempre tan vigorosas en términos culturales y siempre tan postergadas por los poderes centrales.
Pero tal vez nada es tan urgente como echar a andar un gran proyecto para salvar el Río Magdalena. Es el sistema central del país, une buena parte de las cuencas y drena toda el agua de los mayores páramos del mundo. Es el sistema que debe regular nuestros climas: no puede seguir envenenado y moribundo, abandonado a la inercia de las sequías y de las inundaciones. Pero eso exige grandes planes de reforestación, remover contaminantes, restaurar las cadenas de la vida, trabajar en la protección de las cuencas, en el cuidado de los manantiales y en el monitoreo de los glaciares y los volcanes. Ningún proyecto puede unir más a Colombia en un tejido de voluntades, de San Agustín a Barranquilla, de Popayán a Bucaramanga. El río es aguas, cultivos, bosques, cordilleras, cuencas, fauna y flora; es economía, cultura, gastronomía y memoria histórica; es un coro de leyendas y ha sido el cauce de la vida musical del país, el plano de sus fundaciones y sus éxodos.
Adicionalmente, para salvar el río Magdalena es necesario recordar la tremenda responsabilidad que la capital de la república tiene con el territorio al que gobierna, porque la mayor herida sobre su costado y la fuente principal de la degradación que el río arroja sobre el país entero (y que llega hasta las lejanas costas de Jamaica), son los desechos industriales y orgánicos que dos millones de hogares de la Sabana descargan en el río Bogotá. La recuperación del Magdalena, como lo han sido la del Támesis, el Hudson, el Sena o el Danubio, es un proyecto de una modernidad indudable y de una urgencia dramática, y ninguno uniría tanto a Colombia en una hermosa y provechosa aventura.
Pero esa tarea no será posible sin un proyecto paralelo con el que han quedado en deuda todos los procesos de paz que en Colombia han sido. Colombia necesita como al aire un ambicioso proyecto de juventudes, que abra por fin las puertas para millones de jóvenes que hoy no tienen ni estudio ni trabajo, para que a través de un básico ingreso social se los incorpore a un horizonte de civilización y de compromiso con el continente y con la época. Hay cientos de miles de jóvenes en ciudades y campos que se debaten en la angustia y en el sinsentido, que necesitan desesperadamente pertenecer a algo que signifique un sueño y una esperanza. Esos jóvenes deben emprender, como lo propuso hace mucho Fernando González, el “Viaje a pie” por el territorio. Tenemos que dar el ejemplo al mundo de una expedición inusitada por el territorio, siguiendo los pasos de Mutis y de Humboldt, de Manuel Ancízar y de Jorge Isaacs, de José Eustasio Rivera y de Alfredo Molano. Un viaje físico por la geografía y la historia, por la geología y la biología, un estudio de suelos y de climas, de economías y de rutas de ocupación, un recorrido por las fundaciones y por los éxodos, por los descubrimientos y por las violencias, un mapa de caminos y de regiones, de ciudades perdidas y de mundos nunca hollados, una aventura del conocimiento y de la esperanza para descubrir un país, para conocerlo y para habitarlo, que nos enseñe cómo deben relacionarse con la naturaleza las nuevas generaciones, y cómo solo desde el conocimiento y la aventura pueden protegerse hoy de verdad la vida amenazada y el planeta en peligro.
Los jóvenes rescatados así de la violencia y de las dependencias deben recibir un ingreso social a cambio de aprender, de conocer, y de convertirse en expertos de la botánica y del saber ancestral, protectores de osos y de jaguares, de delfines y de ballenas, observadores de aves, guías del territorio y anfitriones del mundo.
Sin duda es también urgente un plan de infraestructura que nos una de verdad y nos conecte con el mundo, en un país vergonzoso donde hoy, terminado el primer cuarto del siglo XXI, no tenemos una vía completa de doble calzada entre las dos principales ciudades.
Y tarde o temprano tendrá que abrirse camino en Colombia el Canal interoceánico del Chocó y de Urabá, que Humboldt ya había considerado a comienzos del siglo XIX. Hoy México está agilizando por el istmo de Tehuantepec el paso del Atlántico al Pacífico, Nicaragua se esfuerza por abrir su canal, Panamá trabaja en la ampliación del suyo, pero todos serán insuficientes. Nunca fue tan necesario y urgente el canal del Chocó, que tantos visionarios han estudiado y planeado durante casi un siglo. Con tantas cosas por hacer, no se entiende el vacío de propuestas que en esta víspera de unas nuevas elecciones nos está llenando de un silencio que aturde.