Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Acostumbrada a sentirse una región marginal y subalterna, como tantos países que una vez fueron colonias, Colombia despertó un día, tras un sueño intranquilo, convertida en parte del planeta.
De repente todos los temas que conmocionaban al mundo tenían que ver con ella, y algunos la cruzaban transversalmente como caminos o como lanzas. El tema de la integración continental, del que mucho se había hablado en tiempos de Bolívar, y que había sido olvidado después por un rebaño de repúblicas parroquiales, volvía a estar en la agenda como algo necesario y urgente, y comprendimos que ningún país de América tenía tanto el deber de tener una vocación continental como Colombia.
Su litoral del norte sólo puede entenderse en el ámbito de ese mundo físico y cultural que es el Caribe, una región que va, como dijo García Márquez, desde el delta del Mississippi hasta el delta del Orinoco; su región occidental sólo puede proyectarse considerando la vastedad y la complejidad de la cuenca del Pacífico; su región oriental sólo puede verse como una de las alas de la Orinoquia; su región central pertenece a la topografía, la memoria y la cultura de la cordillera de los Andes; y su región sur no puede pensarse sino en el contexto de las riquezas y los desafíos de la cuenca amazónica. Por cada costado Colombia se asoma a un mundo distinto, y su horizonte físico y cultural va mucho más allá de sus fronteras.
Nacía en el mundo un interés nuevo por la biodiversidad, y no se puede pensar en biodiversidad sin pensar en Colombia. Tampoco se puede hablar del agua dulce, que es sólo el tres por ciento del agua planetaria, y de la cual dos tercios están atrapados e inmóviles en los casquetes polares, sin pensar en Colombia y en los países de la cuenca amazónica; ni se puede hablar del oxígeno planetario sin tener en cuenta la región ecuatorial.
El tema de la pobreza es un tema central de la humanidad y Colombia es el país con peor distribución del ingreso en todo el continente. Después de cincuenta años de graduales éxodos, muchos colombianos andan dispersos por el mundo y día a día empezaron a traernos noticias del mundo exterior. El tema de las migraciones y de las poblaciones desplazadas conmueve al mundo, y Colombia no sólo tiene un alto índice de emigrantes a otros países sino millones de desplazados internos que configuran un drama humanitario de grandes proporciones.
Muchos otros temas centrales de la agenda de la humanidad son problemas urgentes de nuestra agenda: el tráfico de armas, la guerra y los terrorismos, la droga y el narcotráfico, la corrupción y el saqueo del tesoro público. Se diría que no hay problema de la sociedad contemporánea que no tenga que ver con nosotros; estamos en el cruce de todos los caminos.
Pero tal vez ningún tema es tan visible y con ninguno se nos identifica tanto en el mundo como el tema del tráfico de drogas. La marihuana que consumían Rubén Darío en sus éxtasis parnasianos y Barba Jacob en sus viajes innúmeros con “la luz de Saturno en su sien” empezó a ser considerada desde los años setenta el flagelo de la humanidad. En los últimos tiempos se ha ido convirtiendo en una droga suave, y ya soplan vientos de legalización en el norte, no tanto porque no les cause recelo, aunque igual lo podrían causar el alcohol y las armas, sino porque los Estados Unidos son ahora grandes productores.
Uno de los fracasos contemporáneos ha sido la guerra contra la cocaína, pues bien sabemos que el consumo de drogas es un problema de salud pública más que un problema penal o militar, y combatirla penal o militarmente es una estupidez condenada al fracaso. El verdadero problema social es el narcotráfico, que sólo prospera a la sombra de la prohibición, que nos ha costado miles y miles de víctimas y la ruptura de la institucionalidad en varios países, y que no existiría si el tema se enfrentara de un modo más lúcido.
Las mafias descomunales no se habrían enriquecido hasta lo increíble ni masacrado a tantos ciudadanos, ni se hubieran masacrado entre ellas con tanta saña, ni su poder habría envenenado de tal manera la vida social, si la producción y el consumo de estas sustancias estuvieran controlados por el Estado, y este fuera un tema de salud pública y no de policía.
Por primera vez un gobernante colombiano en ejercicio se ha animado a plantear el tema en los foros internacionales. Tiene razón: el narcotráfico todavía tiene a nuestra sociedad entre el fusil y la pared, y muchas personas sensatas en el mundo saben que el tema de la legalización es uno de los primeros temas de la agenda planetaria.
Tal vez así los Estados Unidos no tengan que esperar a que el monstruo se apodere de sus instituciones para reaccionar como ya reaccionaron en los años veinte, cuando las mafias del alcohol vivían batallas campales en Nueva York y en Chicago y la legalización devolvió las aguas a su cauce. Pero también corremos el peligro de que legalicen la marihuana por razones económicas y dejen vivo el problema de la cocaína y sus mafias sanguinarias.
El debate público colombiano debe dejar de girar exclusivamente alrededor del código penal, y del cotilleo político. Colombia está en el centro de los mayores debates, y la sociedad entera debe contribuir a dilucidarlos y resolverlos.
