PRESENTACIÓN DEL LIBRO AHÍ LES dejo estos fierros, de Alfredo Molano.
Así como podemos decir que en Colombia hay árboles, piedras, montañas y cauces de agua que sólo Alfredo Molano ha visto, también hay voces que sólo él ha escuchado, músicas que sólo él ha percibido, almas de las que sólo él ha sido testigo. Su trabajo parece ser sólo el de quien escucha y transcribe, pero hay que saber que no todo el mundo escucha las mismas cosas, no todo el mundo las transcribe de la misma manera.
Estanislao Zuleta sostenía que lo que decimos procede en realidad del otro, de quien oye. Quería expresar con eso que nuestras confidencias dependen del que nos escucha, que no le hablamos del mismo modo a un amigo de siempre que a un periodista presuroso, que no le contamos las mismas cosas a un interrogador distraído que a alguien interesado de verdad en nuestra experiencia.
Alfredo Molano, logra entrar en las almas de sus personajes, a quienes escucha e interroga desde un compromiso profundo con el drama que es cada vida. Y como conoce el territorio, sabe situarse en el escenario de sus experiencias, sabe crear en ellos la confianza necesaria para el relato.
Conozco a Alfredo hace más de veinticinco años. En esos tiempos ya luchábamos en secreto con las palabras, y alimentábamos nuestras obsesiones. Yo subía cada semana a su casa, y ni siquiera de política hablábamos entonces, sino de la vida familiar, de los árboles, de una cotidiana poesía de bosques y caballos. Las noches eran fiestas salpicadas de recuerdos parisinos con María Elvira, su hermana, quien me lo presentó, y con Alfonso Molano, cuya casa cuidábamos a veces en París con Alberto Guzmán, mientras él andaba por Hungría o por Praga. Y asustábamos a las lechuzas, cantando en la noche bien alta.
Un día me mostró el manuscrito de un libro que se proponía publicar. Era Los años del tropel, no sólo uno de los libros de relatos más importantes de Colombia en tiempos recientes sino el comienzo de una aventura literaria harto original. Alfredo sabe convertir en prosa el coloquio, convertir en lenguaje vivo, no el relato de unos personajes, sino la honda y observadora relación que establece con ellos. En un país de innumerables dramas no expresados, de tragedias silenciadas, donde las sagas mueren labios adentro, Alfredo abrió a mediados de los años ochenta la boca de un manantial, y por él empezaron a fluir las historias.
Historias de la violencia de los años cincuenta, del avance de los desterrados “siguiendo el corte” por tierras de colonización, historias de grandes luchadores de la política y de la vida, de seres marginales, derrotados, expulsados, presos; el destello de almas que supieron vivir con pasión, y a veces, en medio de tanta adversidad, con la nuez de una invencible inocencia.
Alfredo es un viajero increíble, que “ha andado muchos caminos y ha abierto muchas veredas”, y podría inspirar variaciones sobre los versos de los divanes de Oriente: La noche y la selva me conocen, el caballo y la sombra, las canoas y las ceibas, el amor y la pluma. Estas últimas décadas Colombia ha avanzado con dolor en el conocimiento de sí misma, la guerra le ha revelado buena parte de su geografía, el crimen ha regado por su superficie millones de preguntas, y una humanidad que nos parecía conocida y descifrada vuelve a ser misteriosa, una esfinge llena de secretos.
No sabemos quiénes somos, qué extraño país es este que produce a García Márquez y a Pablo Escobar, a Sangrenegra y a Aurelio Arturo, la poesía delicada y cristalina de Giovanni Quessep y las llamaradas del palacio de Justicia, la inspiración tierna y melodiosa de José Barros y los crímenes de los paramilitares, la persistente interrogación de la realidad de Tomás González y el obstinado rencor de Manuel Marulanda, tanta sangre y tanta música. Alfredo ha interrogado esa realidad, se atreve a mirar de frente aún lo más estremecedor, y aquí están estos nuevos testimonios de una realidad reciente, un libro cuyo título es también indicio de una psicología: Ahí les dejo estos fierros.
Hay una continuidad de nuestra literatura. La misma mezcla de exuberancia y atrocidad está en las crónicas de Juan de Castellanos y en los relatos de las guerras civiles, en las historias de la guerra de los mil días y en La Vorágine, en Viento Seco de Daniel Caicedo, y en Siguiendo el Corte de Alfredo Molano. Aventuras de vidas improvisadas en territorios despiadados. Algún lector recorrerá estos testimonios, y pensará que son retratos de unas personas; son mucho más: son el retrato de un país, el diagrama de una época, el diagnóstico de una mala fiebre que hace mucho no nos abandona.
Un mundo donde el odio y la guerra son el único empleo que se ofrece a los jóvenes y la única solución que aplican los gobiernos, es un mundo donde el elemental amor humano, la sencillez de una vida digna están prohibidos.
Es verdad que la nuestra es una sociedad enferma, pero el remedio está por todas partes, en las palabras, en el bálsamo de los relatos, en el respeto por los enemigos, en el perdón, en la posibilidad de esa vida simple y a espaldas de la muerte que soñaba en vano el poeta Barba Jacob, y que hace siglos sueña en vano el país. Todo tiene que ser expresado, todo esto tiene que decirse. Duele y horroriza, pero nos enfrenta a la vida, no a la versión rosa del país como un cadáver maquillado que suelen mostrar los medios de comunicación. Alfredo es el pionero de ese decir que es el comienzo del verdadero cambiar, y lo que dice el país lo escucha, la realidad lo asimila, forma parte del conjuro necesario para que los demonios alcen vuelo por fin de estas selvas. Lo dijo Freud: “Porque lo que así permanece sin explicar retorna siempre, una y otra vez, como un alma en pena, hasta encontrar explicación y redención”.
Gracias a Alfredo. Es nuestro hermano. Nos enseña a ver y nos enseña a oír, y nos muestra este turbulento mundo nuestro que ha recorrido con planta amorosa y con remo firme. Nadie como él merece que se lo describa con este verso de Aurelio Arturo: Un hombre de ligeras canoas por los ríos salvajes.