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A LO LARGO DE UNA TIBIA NOCHE DE verano John Keats oyó en el canto del ruiseñor el secreto de la naturaleza, el contraste entre la fugacidad de los individuos y la eternidad de las especies.
William Blake aconsejaba ver la labor de los siglos en un grano de arena y el infinito en una flor silvestre. Emily Dickinson no tuvo que salir de su jardín para conocer la eternidad, los palacios del goce y el fulgor del infierno. Walt Whitman dijo que la vaca que pace con la espalda inclinada supera a todas las estatuas, que la madreselva podría adornar los salones del cielo y que un ratón es un milagro suficiente para confundir a millones de incrédulos.
Por todo eso Robert Graves afirmó que la más antigua diosa, cuyo espejo es la Luna, confió a los poetas las verdades profundas del mundo, y dejó lo menos importante en manos de los necios y de los frívolos, que saquean y depredan, que acumulan y clasifican, que arrebatan y aniquilan. Mientras haya alguien percibiendo el misterio de las cosas, los secretos del agua, de los bosques, de la oscuridad y de la memoria, el mundo estará a salvo, aunque los demonios se afanen en traficar con sus armas y sus venenos.
Y en un poema nunca olvidado de John Milton, que medita por qué le fue dada la ceguera, y que empieza diciendo “Cuando yo considero cómo mi luz se ha apagado/ antes de la mitad de mis días en este oscuro, inmenso mundo”, aparece al final esta aproximación al destino del poeta: “Miles de mensajeros se afanan por la tierra y el cielo cumpliendo el gran designio, pero también lo sirve quien sólo está y espera”. Ese podría ser el sentido del nombre de este libro que recoge toda la poesía publicada hasta hoy por Gerardo Rivera: El lugar de la espera. Este libro es la revelación profunda de un gran poeta y de una poderosa poesía.
Algo significa el musgo que cubre las piedras, la violenta luz que gasta las cosas, lo que trazan las alas en el viento sobre los estanques. La eternidad, que es otro de los nombres de Dios, no sólo produce sin cesar enigmas y estrellas: a veces produce una mano que aparta el velo, una voz que descifra el silencio, una mirada que entiende la sombra. El poeta nos da de pronto nombres nuevos y más cercanos para todas las cosas, nos revela el dolor que hay en los objetos, el consuelo que hay en la música, las estrellas que hay en la muerte. Y un mundo donde todo era agobiante y misterioso se va volviendo asombroso y dulce y lleno de significación.
Leyendo estos poemas de Gerardo Rivera sentimos que una nueva lógica está entrando en el lenguaje, que una mirada más sutil se abre en nosotros; al mundo lo aprueba de pronto una sonrisa más lúcida, el bien se torna más escéptico y el mal más refinado. No es una poesía convencional e ingenua que al pan lo llama pan y al vino vino. Aquí nada es del todo lo que parece: toda luna tiene un envés de sangre o de hierba, todo gato se desliza en humo y acechanza, todo libro es un laboratorio de operaciones mágicas. El amor cubre de nombres falsos las cosas, las piedras quieren besar labios de oro, una ansiedad de amor recorre los metales y las montañas, los delirios y los mecanismos; y todo origen se curva en ayeres, y toda habitación se desfonda en selvas y recuerdos.
Un libro que acaba de aparecer puede ser sin embargo viejo como las estrellas y hondo como la memoria. Todo en este libro de Gerardo Rivera nace de un recuerdo preciso pero se dilata en relatos impersonales como los que cuenta la lluvia en los tejados. Nos recuerda que el mundo está lleno de murallas de sangre y de bodegas de hambre, y de reyes y potestades que se alzan de hombros ante tanto desamparo y tanto dolor. El poema nos muestra cosas que no puede explicar nuestra filosofía: “Los negros charcos/ donde las flores del tigre caen y crecen”. Hay en estos versos una negra fecundidad produciendo prodigios serenos, joyas de sombra.
Con libros como éste podrían cantar y rezar siglos de seres humanos. Recordar lo que había cuando aún quedaban en el mundo esos grandes tesoros de los que ahora huye y a los que combate desesperada la civilización: el silencio, la noche y la ausencia. Porque esos son los reinos que debe custodiar el poeta, esas cosas aparentemente improductivas que son las que produjeron todo, esas cosas aparentemente imprácticas sobre las que reposa toda la eficiencia del mundo. El poeta va en sentido contrario, es el gran radical, y mientras todos suben hacia el fruto él desciende hacia las raíces, y oye las bocas de los manantiales, y siente lo que germina en el corazón de las piedras.
El lugar de la espera, que acaba de publicar la Universidad del Valle en sus 65 años, es uno de esos libros que no están escritos para todos sino para cada uno; nadie verá en sus poemas lo mismo que ve otro. Es el milagro pleno de una escritura tan antigua como Homero y sin embargo tan atrevida en formas y libertades como las nubes del último atardecer. Cada quien necesita de esta poesía para dialogar consigo mismo y con el mundo, para volver a agradecer, desde el horizonte de esta edad que ya nada agradece.
