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Una canción para Arnulfo Valencia

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William Ospina
10 de enero de 2010 - 04:59 a. m.
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RECUERDO QUE CUANDO MURIÓ Estanislao Zuleta, hace veinte años, llegué tarde a su entierro.

Ya se iban los últimos dolientes cuando me encontré con Henry Posada, y nos quedamos los dos allí, junto a la tumba, y cantamos el único poema que puede cantarse en español para despedir a un amigo, la Elegía de Miguel Hernández. No todos los versos de ese poema me gustan, pero en su conjunto es un canto lleno de verdadera fraternidad, de dolor y de estremecimiento ante lo desconocido.

¿Qué cantar hoy ante la tumba de Arnulfo Valencia? Por muchos años Arnulfo fue no sólo nuestro amigo sino un alto ejemplo de generosidad, de lucidez y de delicado asombro frente al mundo. Pienso en él y se me llena la memoria de frases, de relatos, de imágenes y de circunstancias memorables. Pocos seres humanos tan originales y tan apasionados he conocido. Siempre lo veía aparecer con alguna sorpresa, un libro desconocido, un manuscrito de Barba Jacob, una botella de vino portugués de una cava heredada, una inconseguible versión de la antología de Poesía Francesa que André Gide elaboró para la colección La Pleyade de Gallimard. O con algún poema nuevo en el que celebraba sus viejas andanzas con José María Borrero y con Filibón el Evangelista, en los veranos borrosos de un Cali de otra época.

Era hijo del Valle del Cauca, y su mundo era el ámbito del litoral Pacífico, la isla de Mulatos, las costas del Chocó, el mar de Bazán. En los últimos tiempos su mayor placer era recorrer el piedemonte de los Farallones de Cali, y subir a Picoeloro con sus hijos, Marco Polo, Cavylla, Tania, Luna del Mar y Juan de Atahualpa, de quien soy el padrino.

Muchos de los poemas que he escrito tienen que ver con Arnie y con su amistad. Hace treinta años tuve la fortuna de recibir su visita en París, y de viajar con él después por Italia y por Grecia. Podría escribir un libro sobre todas las aventuras que vivimos en aquellos tiempos, un viaje a medianoche con Pilar Muñoz junto a las nieves de los Alpes iluminados por la Luna; el despertar en el Val di Pesa, cerca de Florencia, frente a la vieja casa de Maquiavelo, en un campo de viñedos maduros y de aceitunas negras; nuestro encuentro matinal en la Estación de Nápoles; nuestro viaje en tren por un territorio de desastres, en aquella tarde irreal de octubre de 1980 cuando un terremoto devastó las aldeas del sur de Italia, y no se detuvo en Éboli, y arruinó hasta las ruinas de Pompeya. Sólo al anochecer, en Bríndisi, los diarios de la tarde nos contaron junto a qué catástrofe acabábamos de pasar montados en nuestro propio temblor de madera y de hierro.

Nunca olvidaré que fue Arnie quien me regaló los paisajes de tierra amarilla y de cipreses de Olimpia y de Atenas, que a su lado vi por primera vez las aguas de Corinto, tan azules que parece que seguirán siendo azules aun en el cuenco de las manos, que recorrimos la ciudad de Atenas llena de surtidores en la noche, de ancianas enlutadas y de mercaderes ciegos. Recuerdo que vimos en el autobús que nos llevaba a Corinto una niña con hermoso perfil helénico, leyendo historietas en las que Donald Duck y Deisy hablaban en letras griegas. Y recuerdo nuestro homenaje a los siglos muertos en las columnas del templo de Apolo en Corinto, y después en los altares del Templo de Hera en Olimpia, desagraviando a la diosa con mirtos cortados junto a la carrilera.

Recuerdo que fue en ese viaje, en Bríndisi, a medianoche, mientras esperábamos el Livorno de Venecia que nos llevaría a Patras, cuando Arnie me confesó que había visitado con veneración la tumba de uno de sus grandes maestros literarios, y que viendo que la lápida reciente estaba casi suelta, no se había resistido a la tentación de retirar la lápida, y de alejarse con ella furtivamente por las calles de París. Y que después la había enviado por barco a un amigo suyo en Cali. No me estaba confesando el hurto de una piedra. Me estaba confesando su estremecida veneración por un escritor querido, y la irreprimible necesidad que sintió de enviar a su tierra esa reliquia.

Y yo me dije: “Bueno: son tantas las cosas que Europa se ha llevado de América y del resto del mundo, y que exhibe orgullosamente en sus museos y en sus plazas, sin que nadie se oponga, que no resultará imperdonable que un poeta latinoamericano haya sentido la necesidad ineluctable de tener en su valle, así sea enterrada bajo las grandes ceibas equinocciales, la lápida de Jean Paul Sartre.

Me animo a contar esto porque en Cali todo el mundo lo sabe. Pero también porque esa anécdota es apenas un ejemplo de la conmovida existencia de Arnulfo Valencia, uno de los seres más buenos y generosos que he conocido, que sólo una vez en su vida robó algo, y lo hizo con amor, con admiración, como un ejemplo de cuál era el espíritu de esa época, cuando el pensamiento francés todavía iluminaba el mundo.

No estás muy lejos, Arnulfo. Estás en un lugar a donde todos vamos, de modo que no tenemos que hacer demasiado duelo. Nos acompañaste, valiente, atrevido, irreverente, conmovido, durante treinta y cinco años, y ahora sí que nos vas a acompañar, en el tiempo que resta. Explora el mundo donde estás, ya tendrás tiempo de contarnos todo lo que has hecho allí, todo lo que has descubierto. Y yo seguiré buscando la canción que podamos cantarte. No una canción de despedida, porque la despedida es imposible, sino una valiente canción de amistad, de avidez y de asombro. Una canción que tenga el espíritu de aquellos hermosos versos de Saint John Perse: “Cae la noche sin que nos hayamos acostumbrado a estos lugares”.

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