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¿Una polémica?

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William Ospina
16 de enero de 2011 - 06:00 a. m.
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EN NUESTRO PAÍS ESTAMOS TAN POco acostumbrados a dialogar, que a cualquier cosa la llamamos una polémica.

En los últimos días oigo decir que Alejandro Gaviria y yo estamos trenzados en una polémica, sólo porque un día hablé de los estragos del invierno y añadí, como vaga premonición, que a lo mejor Alejandro no estaría de acuerdo con mis opiniones. Dio la casualidad de que ese mismo día Alejandro escribió sobre el tema en el sentido que yo había previsto.

No hemos alcanzado a polemizar, sólo expresamos, por una sola vez, y sin insistencia, nuestro desacuerdo. Pero algunos amigos han terciado en el tema, y son ellos quienes verdaderamente intentan darle cierto sabor de polémica a lo que inicialmente no pretendía serlo. Lástima que, para que la polémica parezca real, hayan creído conveniente, y no todos, por supuesto, resumir nuestras posiciones, para lograr así que no sólo los argumentos sino sus emisores resultemos bien distintos y pintorescos. Héctor Abad, que es un gran escritor y un gran amigo, por ejemplo, ha decidido recurrir a la caricatura.

La verdad es que no hay todavía tal polémica. En una columna distinta hablé de la catástrofe de Armero y de la conveniencia en términos culturales  de rendir un homenaje a las víctimas y también a la naturaleza en la que se cumplió esa tragedia. No sé por qué Héctor mezcla y confunde las dos columnas y decide que mi recomendación para enfrentar los desastres de la naturaleza consiste en ese homenaje que recomendé para conmemorar la tragedia de Armero.

Yo pienso que nada como el conocimiento del mundo en que vivimos nos ayudará a prever los desastres naturales y a responder adecuadamente a sus desafíos. Pretender que ese homenaje al que aludo es mi recomendación para enfrentar los problemas del invierno es reducir el argumento al absurdo.

Cuando hablé del complejo sistema de canales de los zenúes sólo afirmaba que ese pueblo tuvo un conocimiento técnico y desarrolló grandes soluciones hidráulicas, y que nuestra cultura nacional ni siquiera eso ha conseguido. Sé que es de mal gusto citarse, pero me veo obligado a hacerlo. Los zenúes, dije, “ya hace mil años sabían controlar el régimen de las inundaciones y aprovecharlo para convertir las tierras inundables en zonas de cultivo. Quinientas mil hectáreas de canales son testimonio de una extraordinaria civilización hidráulica que, sin ninguno de los recursos técnicos del mundo moderno, crearon ese prodigio de ingeniería que aún sobrevive, siquiera como vestigio de una cultura ejemplar…”.

Héctor convierte ese argumento en esto: “para William deberíamos recuperar la sabiduría de nuestros antepasados indígenas, que convivían en armónico idilio con la naturaleza, con la Pacha Mama, y por el mismo motivo ésta no los golpeaba”.

 ¿De dónde sacas, Héctor, ese armónico idilio con la naturaleza, esa Pacha Mama de la que yo no he hablado, y por qué decides que yo pienso que la naturaleza, como si fuera una dama llena de buena voluntad, por esa razón no los golpeaba? No les estás haciendo un favor a tus lectores simplificando mis argumentos. Y pensar que al comienzo dijiste que no nos caricaturizabas para simplificar nuestras ideas sino para que se entendiera más claramente el debate.

Pienso que rendir homenaje a la naturaleza no es sentarse a rezarle: es estudiarla, es conocerla, es respetarla, no depredarla, no contaminar, no arrasar los bosques, y también, por supuesto, reconocerla en nuestra literatura, en nuestra música, en nuestras artes. Pretender que mi receta para enfrentar el invierno se reduce a hacer un canto a las paredes de la cordillera y que la de Alejandro es resignarse a la furia de la naturaleza, acaba por reducir los argumentos y por convertir la supuesta polémica en una tontería.

En otro momento de mi texto dije que era conveniente: “pensar en la enorme necesidad de conocimiento aplicado que tienen estas tierras nuestras para convertir en prosperidad este tesoro de aguas inagotables…”. No sé por qué eso significa que mi lenguaje recurre a “las armas emotivas del sermón lírico y apela más a la emoción que a la razón”.

En este caso, y eso no disminuye para nada el afecto que siento por él, Héctor no es justo con mis argumentos, me traduce a su propio código y forma en los lectores una idea falsa de lo que dije. No creo haber dicho gran cosa, pero si alguien está interesado en saber lo que pienso, le aconsejaría que no crea en la versión de Héctor, y más bien lea mi columna.

Yo no voy a desconfiar de la inteligencia de los lectores. Ni he jugado, ni jugaré, a contarles cómo piensa él, pretendiendo que lo hago para que lo entiendan más claramente.

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