DESPUÉS DE URIBE COLOMBIA NO volverá a ser la misma. Algo está cambiando en nuestra sociedad para siempre.
No porque Uribe haya resuelto los problemas del país, sino porque él fue la última oportunidad de la vieja élite colombiana para modernizar a la sociedad más atrasada del continente. Hoy nuestro país, a pesar de sus avances en seguridad, de los que es buena prueba esta campaña electoral, no sólo mantiene un rezago considerable en su infraestructura, sino que ha retrocedido en términos productivos, se ha deprimido en términos de distribución del ingreso, ha visto su campo arruinado y privatizado por la fuerza y se demora en la barbarie, viendo la perpetuación de arbitrariedades como el despojo de tierras y el desplazamiento, padeciendo la amenaza viva de organizaciones al margen de la ley, sin encontrar un antídoto contra la intolerancia y sin construir una necesaria y profunda solidaridad nacional.
Colombia ya no cabe en el viejo molde del bipartidismo, ni en esa mentalidad racista y clasista, tan excluyente, que fue nuestra mayor tradición. La Constitución de 1991 nos abrió los ojos a la diversidad del país, a la complejidad de su composición y a las expectativas de las nuevas generaciones, pero también abandonó cosas que habíamos hecho bien. Durante mucho tiempo la tierra mantuvo al país, en tanto que la industria, encadenada a modelos serviles de intercambio, no nos ha permitido avanzar siquiera hacia la formación de un mercado interno respetuoso de nuestra propia gente.
El Partido Conservador intentó la paz por la vía del diálogo, pero no sólo comprobó la repudiable falta de voluntad de la guerrilla, sino la falta de voluntad de sectores muy influyentes del poder, esos enemigos ocultos de la paz de que tanto se ha hablado. Mientras denunciaban indignados el fracaso de las negociaciones del Caguán, los medios no advirtieron la masacre desmesurada que en el mismo momento estaban cometiendo los paramilitares, ni su expreso propósito de aprovechar ese fracaso para montar un proyecto criminal en Colombia. Al amparo de la indignación ciudadana se estaba intentando un proyecto tanto o más perverso que el de la guerrilla, el de inclinar al Estado a conductas criminales para favorecer el robo de tierras, el exterminio de personas humildes y la entronización de fortunas oscuras.
No puedo afirmar que Uribe formara parte de ese proyecto, pero su gobierno sí fue aprovechado por esas fuerzas. Esta semana nos ha dicho que él no es el tipo de gobernante que ordene chuzar teléfonos, pero sabemos que sí es la clase de gobernante que no es capaz de impedir por años esas conductas en un organismo que depende directamente de él. Si no las ordenó, no las desmontó. En algún momento más bien se atrevió a decir con misteriosa intención, con culpable permisividad y con pésima pedagogía: “ojalá me estén grabando estas palabras”. Y lo hizo precisamente cuando se las estaban grabando.
Santos aspira a ser su sucesor y sólo a heredar los éxitos de Uribe, no la marea negra de sus escándalos. Pero la marea crece y, ya que los votos son de Uribe, como en las leyendas nórdicas, el que carga el tesoro carga también la maldición. Santos ha declarado no ser responsable de los delitos sistemáticos que cometió la Fuerza Pública contra muchachos inermes, pero nadie lo ha oído rechazarlos con la indignación que le corresponde a quien era el jefe de esas tropas. En cualquier país serio, un Ministro de Defensa rechazaría esas prácticas renunciando y exigiendo una severa investigación: aquí les basta con decir que ellos no lo ordenaron. Seguramente él no lo ordenó, pero le ha tocado cargar con el desprestigio, y la verdad es que en esta elección más le conviene no ganar, porque las fuerzas que lo apoyan y que trabajan por su triunfo, harían de él un rehén de poderes no siempre democráticos y cada vez más tendría que cohonestar con prácticas que seguramente rechaza.
Mockus sólo le deberá su triunfo a la gente: no tiene sus decisiones comprometidas con ningún poder. Esa es una de las ventajas de la democracia verdadera. Y modernizar a Colombia requiere esa autonomía. Mockus no representa a una persona ni a un pequeño grupo, sino a un vasto y espontáneo movimiento popular; la sociedad ve en él más a un equipo que a un individuo. Ese equipo conformaría una de las nóminas ministeriales más notables de los últimos tiempos, y hay quien, pensando en algunos de sus adversarios, habla incluso de un gobierno de unidad nacional que represente a todas las fuerzas renovadoras de Colombia. Fajardo, Peñalosa y Lucho Garzón pueden ser tan buenos ministros como Rafael Pardo o como Gustavo Petro, el más elocuente y brillante de los candidatos, quien en esta campaña ha despejado mucho su futuro político y se destacó frente a todos sus adversarios.
Ahora bien, sin que importe el resultado electoral, hay que decir que Noemí Sanín se opuso a la reelección y nos libró del más vergonzoso de los continuadores del actual gobierno; y que Germán Vargas Lleras ha mostrado en esta campaña rectitud, integridad e indudable inteligencia.
La caída del referendo reeleccionista ha renovado nuestra fe en la democracia colombiana. Un gobierno de Mockus sería la prueba de que Colombia puede cambiar y está cambiando. Nada atraerá tanto no sólo la confianza, sino el respaldo del mundo entero, como la superación a fondo de la violencia, la derrota de la impunidad y la corrupción, una estrategia de legalidad democrática, la modernización física y espiritual del país y una política responsable frente a la naturaleza.
Creo que superaremos el peligro de una escalada de tensiones con los vecinos y encontraremos la manera de resolver, entre colombianos y aliados con el mundo, los problemas de Colombia. El país está cambiando y hoy, no importa cuáles sean los resultados, podemos celebrar una victoria.