Desde los días del plebiscito por la paz no había vuelto a ver la estrategia de movilizar a la opinión pública contra una propuesta de gobierno recurriendo a su banalización. Con el antecedente del buen resultado de esa artimaña, la alcaldesa Claudia López escribió una “petición ciudadana contra la impunidad”, en la que explica lo que según la funcionaria es el contenido del proyecto de reforma y nos invita a firmarla para oponernos a él.
Lo que dice la carta es que el Gobierno quiere “excarcelar a delincuentes sin que hayan cumplido su pena con la excusa del hacinamiento carcelario”, y pide que “rechacen cualquier intención o ley que les dé libertad sin el cumplimiento de su pena”. Lo que la alcaldesa olvida precisar en ese documento —asumo que por simple ignorancia— es que la idea de que los presos no cumplan la totalidad de sus condenas obedece a que la sanción penal no pretende excluir para siempre al delincuente de la comunidad social (salvo que se abogue por la pena de muerte o la cadena perpetua), sino que busca utilizar el tiempo del castigo en prepararlo para regresar a la sociedad. Como la resocialización no es un estado que se adquiere taumatúrgicamente de un día para otro, sino que es producto de un proceso, en la primera mitad del siglo XIX se dijo que los presos debían cumplir su sanción de manera escalonada; se comienza con un régimen estricto que se morigera paulatinamente durante la ejecución de la sentencia, dependiendo del comportamiento del recluso, hasta llegar a una fase final en la que se le otorgan privilegios que van desde los permisos para salir temporalmente de prisión, hasta la libertad condicional.
En Colombia esa idea se adoptó en 1934, mediante una ley que estableció el sistema progresivo, permitiendo desde entonces que en la última etapa del cumplimiento de su pena los presos tuvieran la posibilidad de trabajar y regresar a prisión para dormir, y que se les pudiera dar una libertad condicional antes de que terminaran su condena, entre otros beneficios que tan asombrada tienen a la alcaldesa. Todos ellos fueron reproducidos después en la Ley 65 de 1993 y ampliados con figuras como el permiso de 72 horas, a tal punto que ninguno de los que se mencionan en el actual proyecto del Gobierno es nuevo.
Lo que se plantea es modificar los requisitos para acceder a ellos, en la mayoría de los casos haciéndolos más permisivos. La discusión sobre ese punto es válida, pero no simplificando y tergiversando el contenido de la propuesta para hacerle creer a la gente que su gran novedad es que las personas no cumplen físicamente la totalidad de las penas, algo que por lo demás la alcaldesa debería saber, ya que a su cargo tiene una cárcel donde no solo hay condenados que estudian y trabajan a cambio de que les reduzcan su sanción, sino que además reciben todos los beneficios que hoy la tienen tan sorprendida. Ni la propuesta sobre el cumplimiento progresivo de la sanción —combinando el castigo con la preparación para el retorno a la sociedad— es nueva, ni lo es la idea de la alcaldesa; solo intenta revivir una fórmula simple que ya una vez mostró ser exitosa: que los ciudadanos firmen emberracados.