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EN LAS PRÓXIMAS SEMANAS LA CORte Constitucional deberá pronunciarse sobre si el referendo que busca la implantación de la cadena perpetua respecto de algunos delitos cometidos contra menores, es compatible con nuestra Carta Fundamental.
Entre los temas que deberá analizar se encuentra uno que reviste especial importancia, porque afecta un aspecto que es objeto de permanente cuestionamiento en nuestro país: la política criminal. Si bien es verdad que existe un organismo colectivo encargado de diseñar la forma en que el Estado debe enfrentar el fenómeno de la criminalidad a corto, mediano y largo plazo, así como de vigilar que las directrices acordadas se ejecuten, lo cierto es que ese consejo se reúne en pocas oportunidades, al mismo no suelen concurrir los funcionarios que legalmente lo integran sino representantes suyos de más bajo nivel, y pocas veces se tratan en profundidad las estrategias que deben adoptarse para combatir la delincuencia.
Los medios de comunicación informan continuamente de proyectos de ley que son orientados por asociaciones particulares, concejales y parlamentarios, encaminados a modificar el Código Penal, sin que el país conozca cuáles son las recomendaciones que frente a esas propuestas hace el Consejo Nacional de Política Criminal. Resulta inconcebible que esa entidad no se pronuncie sobre todas las iniciativas que surjan para modificar nuestra legislación penal, de tal forma que oriente a los legisladores sobre la conveniencia o inconveniencia de esas reformas. ¿Qué sentido tiene la existencia de ese ente cuando en la práctica cualquier persona tiene la posibilidad de impulsar libremente la creación o supresión de delitos, así como el aumento o disminución de las penas?
Pero todavía más preocupante es que se entregue a la comunidad la opción de intervenir de manera inmediata en el diseño de la política criminal, a través de referendos como el que ahora se propone para decidir si debe implantarse la cadena perpetua. Independientemente de que en este caso la intención de los promotores de esa iniciativa sea loable, resulta cuando menos inquietante que el Estado pueda delegar en los ciudadanos la posibilidad de decidir mediante voto directo qué comportamientos deben ingresar o salir del Código Penal, y cuáles son las penas que deben aplicarse a quienes así actúen.
¿Qué pasaría si se recurriera al mecanismo del referendo para decidir el monto de las infracciones de tránsito, o la impunidad de la piratería de libros y música, o el contrabando de electrodomésticos, o el porte de dosis personales de estupefacientes? ¿Estaría el Estado dispuesto a que la condición delictiva de esas y otras conductas de mayor trascendencia como el propio tráfico de estupefacientes, dependiera de manera directa y libre de la voluntad popular? Ese es probablemente el aspecto de mayor trascendencia sobre el que habrá de pronunciarse la Corte cuando decida sobre la constitucionalidad del referendo que busca introducir a nuestro sistema punitivo la cadena perpetua: ¿la política criminal debe ser manejada por el Estado, o su diseño puede depender del criterio popular manifestado a través del voto?
