La frase que sirve de título a esta columna, pronunciada por el representante Miguel Polo Polo como argumento para oponerse a la creación del Ministerio de Igualdad, pone de presente un problema adicional de la desigualdad en Colombia que resulta especialmente preocupante: no parece haber suficiente conciencia ni de su verdadera dimensión, ni de las consecuencias que de esa enorme brecha social se derivan.
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En materia de criminalidad, por ejemplo, hace décadas que se conoce la relación entre el incremento de los delitos contra el patrimonio económico y las dificultades que parte de la población tiene para acceder a bienes y servicios que le permitan una existencia digna. Parte de la creciente violencia que ahora acompaña esos robos se explica por el rencor con que algunos actúan en contra de aquellos a quienes perciben como los responsables de su desigualdad. Cuando la solución que el Estado plantea se centra en el aumento de las penas para estas conductas o en la mayor utilización de la prisión preventiva para tener encerrados a los procesados el mayor tiempo posible, envía el mensaje de que se trata de personas que deben ser apartadas de la sociedad, de que son seres distintos (desiguales) que no merecen vivir en ella.
Al estar destinada a cumplir penas, la cárcel fue concebida como un lugar en el que las condiciones de vida fueran ligeramente inferiores a aquellas de las que se dispone en la comunidad. En Colombia esa no es la regla general, porque en nuestras ciudades hay muchas personas que no tienen un sitio para dormir, que no pueden comer tres veces al día, que carecen de opciones para estudiar o desarrollar algún trabajo, y que no tienen acceso a un buen servicio de salud. No deja de ser curioso que algunos se indignen cuando se descubre que unos presos tienen comodidades en sus sitos de reclusión, y pidan que se las retiren para que cumplan su pena en situación de igualdad con los demás internos. Quienes así piensan olvidan que la esencia de la pena de prisión es la privación de la libertad y, en cambio, se empeñan en que los reclusos vivan en las pésimas circunstancias en que lo hacen la mayoría de quienes ocupan nuestras cárceles; quieren que al interior de las prisiones se aplique estrictamente el principio de igualdad en su faceta negativa: que todos cumplan la sanción en las peores condiciones posibles.
Lo que deberíamos exigir es una menor desigualdad en nuestro país, no solo porque así se disminuiría la delincuencia, sino porque esa circunstancia se replicaría en las cárceles que no son más que el reflejo de la sociedad en la que funcionan. Lo que no resulta coherente es abogar por que al interior de las prisiones todos vivan hacinados, con carencias sanitarias e inadecuadamente alimentados, mientras se tolera pasivamente la desigualdad que campea entre los demás habitantes del país. En lugar de exigir que todos los presos permanezcan en las mismas malas condiciones en que lo hacen los desiguales que nuestra sociedad produce, deberíamos abogar por tener una más igualitaria, como la que fue pensada por el Constituyente de 1991 y que hasta ahora sigue siendo más una aspiración que una realidad.