“Delincuente sin cultura que usa la fuerza bruta para acabar la vida y cuidadora de la vida, de la falta de educación en Colombia”. Así se refirió el presidente Gustavo Petro al autor de un reciente caso de feminicidio, pocas horas antes de que se firmara una ley que elimina los denominados beneficios penitenciarios para las personas investigadas y sancionadas por esas acciones.
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La referencia a una conexión entre delito y cultura es válida como hipótesis sobre la razón de ser de algunas manifestaciones criminales, y por consiguiente como punto de partida para el diseño de una política orientada a su erradicación. Y lo es especialmente respecto del feminicidio, porque es la expresión más brutal de una sociedad patriarcal históricamente legitimada. Esa observación del presidente muestra la ruta que debe seguir el Estado para enfrentar tales conductas, haciendo énfasis en la transformación de esos estereotipos desde los niveles más básicos de educación, pero sin que eso signifique renunciar a la utilización racional del derecho penal.
Entre esos dos extremos se mueve nuestra política criminal, sin lograr conectarlos. De cuando en cuando se afirma que las cárceles deben desaparecer porque no son la respuesta correcta al crimen, se anuncia que el derecho penal debe estar volcado hacia la justicia restaurativa y que debe tener como eje central la obtención de la verdad dejando en un segundo plano la aplicación de las sanciones; esa visión desconoce la naturaleza (que es distinta de la finalidad) retributiva de la pena y busca poner el foco de atención en los procesos de reinserción social, llegando a formulaciones utópicas como la del abolicionismo. Pese a ello, cuando se presentan nuevos casos de feminicidio, ese discurso da un giro radical y pone nuevamente al descubierto su faceta punitivista con propuestas como la del aumento de los años de cárcel para sus autores, y la disminución o el retiro de los llamados beneficios penales. Esta última expresión contiene ya una imprecisión porque lo que en realidad se eliminan son figuras o mecanismos que hacen parte de un tratamiento progresivo de resocialización, con lo cual paradójicamente se termina adoptando una postura en favor de ese derecho penal marcadamente punitivista contra el que se protesta.
La solución para mejorar la prevención está en el medio; frente a algunas manifestaciones delictivas hace falta impulsar cambios culturales, pero otras requieren reducir la desigualdad, sin que eso signifique prescindir del derecho penal. Mientras él debe encargarse de retribuir al criminal con una sanción, el Estado debe ocuparse de la reinserción social de ese individuo y, sobre todo, de garantizar la correcta inserción (socialización) de quienes aún no han delinquido para disminuir las razones por las que podrían llegar a hacerlo. Así se eliminaría la sensación de que se manejan mensajes contradictorios como los que ahora estamos viendo: de una parte, el llamado de atención sobre las causas culturales del delito de feminicidio (que son ciertas) y de otro lado un endurecimiento en la aplicación y ejecución de las penas con el que se desconoce su cacareada finalidad resocializadora.