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Educación versus represión

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Yesid Reyes Alvarado
02 de enero de 2009 - 03:00 a. m.
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SE ANUNCIA LA ENTRADA EN VIGENcia de normas relacionadas con el tratamiento de la basura, cuyo incumplimiento podría acarrear incluso la imposición de penas privativas de la libertad.

En Colombia sigue habiendo una creciente tendencia a regular la conducta de la sociedad fundamentalmente a través de la represión; con cierta frecuencia se presentan proyectos de ley encaminados a aumentar las penas de algunos delitos, o se prohíbe la aplicación de beneficios procesales respecto de otros, o se busca la imposición de la cadena perpetua.

En el código penal que rigió en Colombia hasta 1980 la máxima sanción prevista era de 15 años de presidio. Desde entonces las penas han aumentado de manera paulatina hasta alcanzar los 60 años de prisión, sin que por ello se vea una reducción en los índices de delincuencia; aun así hay quienes buscan la implantación de la cadena perpetua como si ella o la pena de muerte hubieran terminado con la delincuencia en los países donde se han implantado. Si la forma más efectiva de acabar con el delito fuera la imposición de elevadas penas, estoy seguro de que ya alguien habría recurrido a ella y existiría algún lugar del planeta sin crímenes.

Acudir continuamente a la sanción como mecanismo de encauzar la conducta social termina por desgastar su efectividad; la gente deja de ver la pena como una medida extrema, empieza a creer que veinte años de encierro no son nada para un criminal y presiona por su incremento; el delincuente, en lugar de desaparecer, se torna más osado o violento para impedir su ingreso en prisión. De los habilidosos asaltantes que se conocían a mitad del siglo pasado hemos pasado a temibles bandas armadas que matan a quien les oponga resistencia o pueda delatarlos, como forma de evadir las altas penas que recibirían en caso de ser capturados. Quienes son llevados a juicio, intentan sobornar a testigos, investigadores, fiscales y jueces o, peor aún, les amenazan o atentan contra su integridad o la de sus familiares, intentando evadir la acción de la justicia.

No se trata, desde luego, de renunciar totalmente a la imposición de sanciones. Pero ellas deben quedar reservadas para casos realmente excepcionales, en los que no exista una forma distinta de manejar el conflicto. Para citar sólo un ejemplo, bastaría con pensar en las infracciones de tránsito, cuyo número es tan grande que la policía no da abasto para imponer sanciones, lo que a su vez lleva a que muchos se arriesguen a violar esas normas confiando en que quizás no reciban una multa.

Si en temas como la conducción de vehículos o el manejo de las basuras se hiciera más énfasis en el aspecto educativo, enseñando desde los colegios las normas más elementales de convivencia, y si en las escuelas de conducción se dedicara más tiempo a informar y valorar el conocimiento de las normas de tránsito que a enseñar a mover el vehículo, estoy seguro de que habría menos actos dignos de sanción en esos ámbitos. El continuo recurso a la represión por comportamientos incorrectos es, desde luego, más efectista y siempre genera llamativos titulares de prensa. Pero justamente debido a ello, la amenaza de la sanción resulta especialmente útil para ocultar los grandes vacíos que tenemos en materia de educación, que es la mejor forma de prevenir la proliferación de conductas indebidas.

 

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