En Colombia se suelen utilizar como sinónimos las expresiones jefe de Estado y jefe de Gobierno, porque de acuerdo con nuestra Constitución el presidente de la República es las dos cosas y porque en la norma que señala sus funciones no se precisa cuáles le atañen a cada una de esas categorías.
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En países con regímenes parlamentarios como España, por ejemplo, la separación es mucho más clara. El rey simboliza la unidad nacional por lo que frente a otras naciones ostenta la representación del Estado, ante él se acreditan los embajadores y representantes diplomáticos extranjeros, es quien manifiesta el consentimiento del Estado para obligarse internacionalmente por medio de tratados, y es a quien le corresponde declarar la guerra y hacer la paz. A nivel interno, el rey es quien sanciona y promulga las leyes, además de ostentar el mando supremo de las Fuerzas Armadas; esta última posición fue la que invocó el rey Juan Carlos para acabar con el intento de golpe de Estado en 1981 cuando el coronel Tejero ingresó armado al Congreso de los Diputados y secuestró a quienes allí se encontraban, incluidos algunos miembros del Gobierno.
Quizás debido a esa forma indiferenciada como en Colombia se enumeran las funciones del presidente de la República, durante el mandato de Iván Duque se llegó a decir que el Acuerdo de Paz con las FARC solo comprometía al Gobierno de Santos porque fue él quien lo suscribió, desconociendo con ello que ese documento lo firmó como jefe de Estado. Probablemente esa haya sido también la razón por la que Gustavo Petro terminara construyendo la confusa frase de que, siendo el jefe de Estado, es el jefe del fiscal general. La conclusión es cierta solo en el entendido de que, como representante de la unidad nacional, como encargado de comprometer al Estado colombiano frente a otras naciones y en su carácter de comandante supremo de las Fuerzas Armadas, el fiscal general —como todos los demás colombianos— le debe obediencia.
Lo que sucedió fue que esa declaración se interpretó en el sentido de que el presidente, en su calidad de jefe de Gobierno —como cabeza de la Rama Ejecutiva—, podía darle órdenes al director del ente investigador sobre la forma en que debía realizar sus labores, lo que sin duda constituiría un abierto desconocimiento al principio de separación de poderes; contra este entendimiento del silogismo fue que se reaccionó exigiéndole al primer mandatario que rectificara su afirmación y reconociera que la Rama Judicial —de la cual la Fiscalía General hace parte— es independiente y, por consiguiente, en el ejercicio de sus funciones no está sometida a la autoridad del presidente de la República.
Pese a estas precisiones, creo que la afirmación de Gustavo Petro fue un error; no porque con ella haya desconocido lo que técnicamente entraña la categoría de jefe de Estado, sino porque, en un país en el que esa figura no suele diferenciarse de la de jefe de Gobierno, se corre el riesgo de generar la impresión de que el presidente invoca esta última condición para someter a la Rama Judicial a sus designios, como en efecto ocurrió, generando una innecesaria confrontación a nivel institucional y de opinión pública.