Como ocurre con frecuencia, algunos de los comentarios críticos a la reciente decisión de la Corte sobre el estado de cosas inconstitucional parten de lecturas parciales.
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En su columna de El Tiempo, José Manuel Acevedo manifestó su desacuerdo con el fallo argumentando que los desmovilizados de las Farc han recibido chalecos y carros blindados y se los ha dotado de esquemas de seguridad. Ese es el punto de partida de la sentencia: que la seguridad no se reduce a la entrega de esos bienes materiales, sino que consiste en ofrecerles las condiciones que les permitan superar su posición de vulnerabilidad y acceder a una vida digna. Para eso, dice la Corte Constitucional, es necesario identificar “las necesidades y carencias sociales, económicas, culturales e institucionales” que deben “ser suplidas por medio de una presencia estatal célere, efectiva e integral”.
Aun cuando la sentencia se refiere solamente a los desmovilizados, el reclamo por la ausencia del Estado en muchos sitios del territorio nacional y las consecuencias negativas que de ello se derivan es de aplicación general. Un ejemplo: a comienzo de año Estados Unidos recomendó a sus ciudadanos abstenerse de viajar a Colombia, no solamente por el aumento de casos de COVID-19 —como destacaron algunos medios de comunicación— sino por la ola de violencia en departamentos como Arauca y Cauca. Hace unos días, con motivo de un atentado que sufrió el gobernador del Caquetá, la fuerza pública informó que le habían pedido al mandatario que no viajara por tierra debido al peligro de sufrir un ataque. Las dos noticias son muy preocupantes por el mensaje de que el Estado no tiene en esas regiones el control territorial que le permita garantizar la seguridad ni de los ciudadanos ni de quienes los gobiernan.
Un segundo ejemplo tiene que ver con el tema del glifosato. Como parte de las actividades que desde Presidencia se han venido desarrollando con miras a poder reimplantar la aspersión aérea, la Policía Nacional comunicó que en las zonas donde se planea retomarla no hay servicios sociales adecuados ni vías de acceso y anotó que circunstancias como esas son las que propician los “cultivos ilícitos que son considerados como la única fuente de empleo e ingresos para dichos habitantes rurales”. Pese a que la información evidenciaba no solo que en esos territorios la institucionalidad es casi inexistente, sino que además esa ausencia es la principal causa de la proliferación de los cultivos de uso ilícito, la decisión no fue la de aumentar la presencia estatal en esas regiones para suplir las necesidades básicas de sus habitantes, sino la de reducirla al envío de avionetas oficiales para esparcir sobre ellos un peligroso pesticida.
También pasó desapercibido el hecho de que la Corte le ordenó al Ejecutivo utilizar un lenguaje respetuoso tanto de los firmantes del Acuerdo como de instituciones que, como la JEP, surgieron a partir de él. No está bien que esas descalificaciones, con efectos estigmatizantes y discriminatorios que entorpecen su implementación, provengan del Gobierno, que tiene el deber constitucional de cumplir esos compromisos y que se precia de hacerlo con legalidad.