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Justicia y política

Yesid Reyes Alvarado

12 de noviembre de 2009 - 10:29 p. m.

CUANDO LOS ACTUALES ASPIRANtes a la Presidencia de la República exponen su programa de gobierno, pocas veces abordan el tema de la justicia, pensando quizás en que se trata de algo subsidiario frente al de la seguridad.

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Sin embargo, el combate militar contra los grupos alzados en armas sólo puede ser parte de una solución mucho más amplia al problema de la inseguridad, junto al que deben jugar un papel trascendental tanto el aspecto económico como la oportuna y mesurada administración de justicia.

Es verdad que se escuchan voces reclamando la reimplantación del Ministerio de Justicia y cuestionando la existencia del Consejo Superior de la Judicatura, asuntos que merecen un detenido análisis; pero el elector debería saber qué piensa un candidato presidencial sobre otros tópicos, como el de la elección del Fiscal General o el régimen de investigación y juzgamiento tanto a magistrados de las altas cortes como a los miembros del parlamento, para citar sólo dos puntos que afectan la estructura de la rama jurisdiccional.

Para nadie es un secreto que la congestión de los despachos judiciales genera sensación de impunidad y desconfianza hacia la administración de justicia, que buena parte de sus funcionarios trabajan en condiciones poco decorosas y que el sistema penal acusatorio debe ser intervenido para evitar su colapso. La situación amerita un pronunciamiento de quienes compiten para regir los destinos del país, pues la pérdida de confianza en los órganos encargados de dispensar justicia es un factor generador de violencia.

No menos importante es la toma de posición respecto de la política criminal, asunto respecto del cual los aspirantes a la Presidencia deberían hacer dos precisiones: la primera, quién debe ocuparse de su diseño y seguimiento; la segunda, cuáles son las directrices que trazaría como aspectos más relevantes de la lucha contra el crimen. Desde luego, cada parlamentario tiene derecho a impulsar proyectos de ley tendientes a modificar normas penales; pero el Ejecutivo, con el apoyo de sus mayorías en el Congreso, debe esforzarse porque esas reformas sean coherentes con los principios que orientaron la creación del Código Penal o la puesta en marcha del sistema acusatorio y debe evitar que se utilicen las disposiciones legales para implantar o reforzar determinado credo religioso.

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Por ejemplo, los electores tienen derecho a saber si un candidato se empeñará en cambiar la Constitución para consagrar en ella tratamientos obligatorios contra la drogadicción, aun contra la voluntad del adicto; o si en un eventual mandato presidencial se impulsarán modificaciones legales para endurecer las penas contra el aborto o criminalizar todas sus manifestaciones. También convendría saber si se respaldarían iniciativas como la de aplicar cadena perpetua a determinados crímenes, la de mantener como delito la ayuda al suicidio o incluso la de restringir los derechos de las parejas homosexuales. Ojalá alguno de quienes han emprendido el camino hacia la Presidencia enarbolara las banderas de la administración de justicia, como un justo homenaje a los cientos de funcionarios que han ofrendado su vida por defenderla.

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