
Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Para quienes siguen pensando que el buen funcionamiento de la justicia penal depende de que se envíe a la cárcel por mucho tiempo a los delincuentes, la sentencia proferida contra Donald Trump les resultará difícil de entender. Pese a ello, es una decisión que no solo respeta la separación e independencia de los poderes ejecutivo y judicial, sino que además acata el veredicto de un jurado popular con el que terminó el juicio, sin desconocer el principio de necesidad de la pena al que debe ceñirse la imposición de las sanciones.
Si un funcionario judicial envía a la cárcel a un presidente, afecta el normal desarrollo de sus funciones e impide que ejerza el cargo para el que fue elegido popularmente; para evitar que eso ocurra, se suelen consagrar fueros o inmunidades orientadas a evitar que se los pueda procesar o, cuando menos, que se lo pueda hacer conforme a los procedimientos ordinarios. Si bien Trump intentó impedir que esta decisión se adoptara antes de su posesión con el argumento de que podría distraerlo del ejercicio de sus labores, la Corte Suprema —de mayoría conservadora— negó la petición aduciendo que esa sola actuación no tenía capacidad de entorpecer sus actividades.
Aun cuando en su condición de presidente electo era factible condenarlo a prisión, el hecho de que al posesionarse no se pudiera hacer efectiva su privación de libertad planteaba la disyuntiva entre no cerrar el proceso mediante una sentencia, o hacerlo con la emisión de una a sabiendas de que no podría ser ejecutada mientras estuviera al frente del ejecutivo. El juez optó por dictarla, con lo cual acató el veredicto pronunciado unánimemente contra Trump por habérselo encontrado responsable de 34 delitos de falsedad. Esa providencia es importante como manifestación de respaldo de la judicatura hacia una institución que, como la del jurado popular, está especialmente arraigada en el sistema judicial norteamericano, pero también como un mensaje en el sentido de que la ley debe ser respetada por todos.
En cuanto al hecho de que la decisión se haya limitado a considerarlo un criminal (en el sentido de responsable de un crimen) sin que como consecuencia de ello le haya impuesto una sanción, conviene recordar que la aplicación de una pena sólo es procedente cuando resulta útil para conseguir los propósitos que con ella se persiguen, y que usualmente se reducen a servir como medida disuasoria frente a la comisión de nuevos delitos, y a retribuir el mal causado.
En este caso, la función preventiva se deriva de la trascendencia social que tiene la existencia de una condena contra alguien que ha sido elegido presidente de la nación; cuando los ciudadanos perciben que incluso una persona especialmente exitosa y reconocida en los ámbitos económico y político es sentenciada como autora de un crimen, aumentan las probabilidades de que cumplan las normas ante la eventualidad de que su infracción pueda llevarlos a responder ante la administración de justicia. El efecto retributivo, por su parte, fluye de la condición de delincuente que la justicia le ha otorgado a Trump, convirtiéndolo en el primer mandatorio de su país con antecedentes penales.
