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La guerra contra las drogas

Yesid Reyes Alvarado

09 de septiembre de 2025 - 12:05 a. m.
“Parece como si, después de 54 años, finalmente nos estuviéramos percatando de las implicaciones del anuncio hecho por Nixon”: Yesid Reyes Alvarado.
Foto: EFE - Carlos Ortega

En 1971, el presidente de Estados Unidos anunció una guerra contra las drogas y creó una comisión (Schafer) para estudiar el problema de la marihuana, cuya principal recomendación fue la de desestimular su consumo mediante políticas sociales, sin recurrir a su penalización. Cuando Nixon anunció que desestimaría esos consejos, su amenaza inicial parecía más una hipérbole que algo susceptible de materializarse.

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Veinte años más tarde, un grupo de penalistas comenzó a señalar que detrás del reiterado empleo de expresiones bélicas para denominar algunos lineamientos de política criminal (guerra contra el narcotráfico o lucha contra la criminalidad económica), se podía vislumbrar una creciente tendencia a abusar del derecho penal como mecanismo de solución de conflictos sociales. Esas advertencias comenzaron a hacerse realidad después del atentado contra las Torres Gemelas, con la puesta en funcionamiento de centros de reclusión que —como el de Guantánamo— escapan a los controles de la justicia estadounidense, y con la autorización para recurrir a los denominados interrogatorios intensivos o mejorados (un eufemismo para referirse a torturas de baja intensidad) contra los sospechosos de ser terroristas. Se los dejó de tratar como criminales a quienes se les deben respetar sus garantías constitucionales, para comenzar a considerarlos como enemigos con derechos muy reducidos.

Ahora, cuando aduciendo la necesidad de defender la seguridad nacional, la armada estadounidense destruyó una lancha que al parecer transportaba droga, algunos se preguntan si esa es una forma legítima de enfrentar al narcotráfico, y sugieren que el incidente debería haber sido manejado conforme a los protocolos judiciales ordinarios. Parece como si, después de 54 años, finalmente nos estuviéramos percatando de las implicaciones del anuncio hecho por Nixon, sobre cuyas peligrosas consecuencias se alertó de manera reiterada por académicos de diversos países.

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Empeñados en solventar esta encrucijada mediante el uso —en realidad, el abuso— del derecho penal, se insiste en regresar a la ineficiente aspersión aérea de cultivos ilícitos (que jamás logró reducir el tamaño de las plantaciones), o se propone la inviable legalización mundial de la cocaína para tener luego la disculpa de que no hemos podido contrarrestar la expansión del narcotráfico porque el resto del planeta no nos ayuda convirtiéndola en un negocio legal. Propuestas como esas, o la de pactar con las organizaciones criminales ofreciéndoles a cambio la posibilidad de conservar una parte importante de sus ganancias ilícitas, pueden resultar atractivas para la galería, pero lejos de resolver el problema abren la puerta a que se le dé un tratamiento cada vez más bélico como el que ya estamos viendo.

Colombia, cuya preocupación tiene que ver básicamente con los sembrados de coca, debería concentrar sus esfuerzos en avanzar de manera articulada con programas de sustitución integral, es decir, un enfoque social como el que ya en 1972 sugirió la comisión Schafer; desafortunadamente, esa solución requiere de una continuidad que nuestros gobiernos se resisten a conceder a sus adversarios políticos.

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