Para la opinión pública no siempre resulta fácil entender las decisiones que profieren los jueces penales, en especial cuando el procesado resulta favorecido por lo que parece un simple formalismo. Es lo que ocurre cuando se deja libre a un capturado porque durante su aprehensión se omitió algún requisito legal, o se retira del juicio una prueba ilegalmente obtenida, o no se envía a prisión provisional a todo aquel que ha sido sorprendido durante la comisión de un delito.
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En un reciente editorial de El Espectador, en el que se comentaba el proceso que se sigue contra los exministros Velasco y Bonilla, se llamó la atención sobre la necesidad de reducir las detenciones preventivas a aquellos sumarios en los que resulten estrictamente necesarias. Dado que no son penas, su imposición solo se justifica ante el peligro inminente de que el imputado pueda huir, manipular el acervo probatorio o interferir en el normal desarrollo de la investigación, siempre que se demuestre —además— que esos riesgos no puedan evitarse con una medida menos severa que la privación de la libertad.
Como no conozco detalles de esta actuación —distintos de los que muestran los medios de comunicación—, ignoro si se cumplieron o no esas condiciones. En cambio, me sorprendió que la magistrada hubiera ordenado el ingreso en prisión de los exfuncionarios, pese a que la Fiscalía no había solicitado esa medida de aseguramiento sino la de detención domiciliaria, claramente prevista en la norma como independiente de la intramural. Una de las características del sistema procesal penal colombiano es la de que el juez equivale al fiel de la balanza; esto significa que debe limitarse a verificar el respeto de los derechos de las partes, y a concederle la razón a alguna de ellas. No puede tener una teoría propia sobre el caso ni, por consiguiente, decidir en una forma diversa de las que se le planteen.
Lo que se hizo en esta oportunidad constituye una grave afectación al derecho de defensa de los investigados puesto que, aunque tanto ellos como sus representantes judiciales tuvieron la oportunidad de exponer las razones por las que se oponían a la solicitud de detención domiciliaria elevada por la fiscalía, en ningún momento dispusieron de un espacio similar para controvertir una petición de encarcelamiento que nadie formuló. Para haber podido hacerlo, antes de decidir, la magistrada debería haberles comunicado que esa era su posición frente al caso, indicándoles los argumentos sobre los que la afincaba; de esa manera la defensa habría podido intentar rebatir sus razonamientos antes de que tomara la determinación. Pero un proceder como el que aquí se describe hipotéticamente llevaría al imputado y su abogado a emprender la infructuosa tarea de intentar convencer a quien se dispone a fallar, de que su propio criterio —ya anticipado— sobre la necesidad de ordenar una detención preventiva es equivocado.
Si esta tesis se abre paso, pronto veremos jueces que, aprovechando una audiencia de imputación, impongan una medida de aseguramiento que nadie le ha pedido o que, incluso, convoquen por su propia cuenta a las partes con tal propósito.